La soledad, al llegar la noche, se hace
mucho más patente en la anónima habitación del, aunque céntrico, sencillo hotel
en el que durante unos días deberás alojarte en la ciudad a la que te han hecho
desplazar por motivos profesionales. Durante la larga e intensa primera
jornada, has sabido aprovechar bien y al máximo todo el tiempo de que has
dispuesto para realizar las primeras gestiones que habías previsto por lo que,
aunque satisfecho, te sientes cansado.
Después de un cena rápida, solo y
sentado en la barra de una cafetería cercana al hotel, has descartado allí
mismo salir a la aventura porque sabes que mañana tendrás que levantarte, como
mínimo, una hora antes de la que en casa te levantas los días que vas a
trabajar, y no puedes arriesgarte a tener que hacerlo con las consecuencias de
no haber dormido lo suficiente o, incluso, de haber ingerido un poco más de
alcohol del que desde hace tiempo ya no estás habituado a tomar.
Te has quitado los zapatos, la americana,
y te has dejado caer en la cama de la habitación interior que, para evitar los
más que probables ruidos propios de aquella céntrica zona de la ciudad, pediste
adrede al efectuar la reserva al hotel, y aunque eres consciente de que en la
calle la complicidad de la noche te brindaría lo que tu deseo no cesa de
susurrar melifluamente a tu fatigado cerebro -encontrar la compañía de otro
hombre, quizás también tan solo como tu, en algún que otro bar de copas o,
quizás, en una de las saunas cuyas direcciones grabaste en la memoria cuando
preparabas el viaje y consultaste en Internet las posibilidades de este tipo
que te ofrecía aquella ciudad desconocida para ti. Has acabado priorizando la
responsabilidad en tu trabajo y, finalmente, has decidido no arriesgarte.
Estás cansado pero sabes que si te
metieras ahora en la cama te sería imposible conciliar el sueño. Respirar el
aséptico aroma de las sábanas limpias, común al aroma de todas las sábanas
limpias de todos los hoteles, provoca que no puedas evitar que el pensamiento
te traslade al aroma de las sábanas limpias del apartamento que sueles
alquilar, a medias y por horas, con los amantes que, como tú, no disponen de un
sitio propio donde poder citaros, y aunque la ventaja del anonimato que te
proporciona ser forastero en esta ciudad no deja de acuciar en tu mente el
deseo de buscar compañía para sexo, continúas siendo consciente de que mañana
será otro día duro, incluso más, tal vez, que el de hoy, y no quieres echar por
la borda lo que hoy tanto te ha costado conseguir.
Así es que, te levantas de la cama y,
con una calma algo ceremoniosa, empiezas a desvestirte hasta quedar tan sólo
con la camisa completamente desabrochada y los calzoncillo puestos. Te sientas
en la pequeña mesa donde has dejado el ordenador portátil; lo enciendes, y
comienzas a buscar entre las páginas que la pantalla de éste te va mostrando la
anónima compañía visual que necesitas para acompañar lo que ni tan siquiera,
por obvio, te has planteado que acabarás haciendo: masturbarte.
Dispones de tiempo suficiente para
encontrar, sin prisa alguna, la imagen del tipo de hombre que en aquel momento
más te apetecería ver, y notas cómo tu pene, levemente desperezado al quitarte
los pantalones, empieza, poco a poco, a removerse, intranquilo, en la prisión
de tela de tus calzoncillos.
Con la vista fija en la pantalla y
mientras con una mano sigues buscando con el ratón algo mejor de lo que hasta
ahora llevas visto, con la otra, como si comprendieras su inquietud, acaricias
a través del tejido de los calzoncillos tu cada vez más abultado e inquieto
miembro hasta que, por fin, aparece ante tus ojos justo lo que buscabas:
“Sí..., eso es... Fíjate qué bien le queda la cara
sin afeitar... ¡Joder, tío; qué pelo tan bien puesto!: Me encantan esta
anchas y rectas líneas de pelo que nacen bajo los abdominales.., como la que
tiene Pedro, que se rió de mí cuando, maravillado, le dije la primera vez
que lo vi desnudo que aquella frondosa línea de pelo que le cruzaba el centro
del abdomen parecía un salto de agua que, al caer, desembocaba en la rebosante
laguna de pelo de su pubis... `¿Tú eres poeta, tío?´, me preguntó, como si
tuviera ante él a un catedrático de literatura. `A poesía te va a sonar la
mamada que voy a hacerte, cacho cabrón´, le contesté, riendo... ¡Menuda tranca
gasta, Pedrito!... Igual que tú, guapote, que no te puedes quejar, no...
Además, Pedrito no la tiene tan gorda como tú... Anda que si no fueras tan sólo
una fotografía y estuvieras a mi alcance, no te ibas tú a enterar de lo que es
capaz mi boca cuando tiene hambre... ¡Dios, qué rebueno estás con ese pelo que
tienes tan bien repartido por todo el cuerpo! Pero espera, espera, que algo
haremos tú y yo...”
Te levantas, ya alterado, para liberar a tu polla aún
prisionera en los calzoncillos (te sentirías ridículo si ahora la trataras de
pene) y observas, complacido, su altiva y potente rigidez, y como si quisieras
corroborar con tus propias manos dicho estado, te la agarras con fuerza con una
de ellas mientras que, con la vista fijada de nuevo en la pantalla para
examinar con más detenimiento todos los rincones del cuerpazo de aquel tiarrón
imponente, te excitas notando, hasta donde te alcanzan la lengua y los labios,
el contacto de éstos con la viril aspereza de tu cutis rasurado desde hace ya
horas, al tiempo que, con la otra mano, te acaricias con suavidad el pecho,
pellizcas con el punto justo que sólo tú sabes que tus pezones endurecidos
sentirán placer y no dolor, y reafirmas, acariciándotelo con la palma de la
mano, la rudeza de tu cutis.
Cómo llega a gustarte, desde la primera vez que en
aquel cine besaste la boca a un hombre, sentir en tu piel el áspero y
electrizante tacto de un cutis rasurado de hace horas! Te has afeitado de buena
mañana, y ahora que el pelo de tu cara empieza a despuntar de nuevo te hace
sentir, al acariciártela, lo que tanto te gusta y te gusta ser: hombre.
¡Qué a gusto te sientes sintiéndote hombre cuando
abarcas en tu mano la rugosa bolsa de piel que resguarda la ovalada forma de
tus testículos y la palpas con energía... Sí, eres un hombre, un hombre con un
buen par de huevos que penden bajo tu verga completamente empalmada y que, cada
vez más embravecida, vuelves otra vez a agarrar con firmeza en tu mano, que
empiezas a notar pringosa a causa de las viscosas gotas que, con la excitación,
emanan a través de la ranura que se abre en la punta de tu capullo, el cual
observas que ya ha adquirido su encendido color.
Te aprietas la endurecida verga para forzar, así, la
salida de una nueva gota, que recoges con sumo cuidado con un dedo, a la vez
que cedes a tu otra mano el honor de mantener tu polla tiesa para pajearte tal
y como te gusta hacerlo: Abres tus piernas desnudas, te agachas lo suficiente
sabiendo, aunque no te veas en ningún espejo, lo excitantemente impúdica que
resultará tu postura, y llevas el dedo lubricado hasta el interior de tus
nalgas donde, tras masajear con él las paredes del agujero que en el fondo
éstas abrigan, hurgas hábilmente en su entrada para introducir con la lentitud
requerida la punta de tu dedo lubricado.
¡Qué a gusto vas sintiéndote mientras notas el placer
que tú mismo te proporcionas con el dedo dentro de tu ardiente culo mientras
friccionas, con acompasada y rítmica suavidad, en su interior... ¡Y cómo llegan
a gustarte las peludas piernas de aquel tío de la pantalla!... ¡Qué hermosas
son sus huesudas rodillas!...Te recuerdan... Sí, sí; claro que te las
recuerdan. No quisieras, pero no puedes evitar que acuda a tu memoria la pétrea
dureza de las rodillas de Antonio...
“Antonio, Antonio, Antonio... ¡Hostia, Antonio!...
`Te juro que nadie como tú me ha vuelto a besar', me dijiste, a través del
Messenger, la segunda vez que volvimos a hablarnos después de tantos años sin
saber nada el uno del otro... Pues yo nunca he vuelto a besar a nadie, Antonio,
con la pasión que te besaba a ti...”
Antonio..., Antonio... Antonio, al que aún te parece
ver, desnudo junto a tu desnudez, tumbados ambos en la cama y sonriéndote mientras
alzaba, despacio, sus brazos para que accedieras al poblado y oscuro vergel de
pelo crecido en la concavidad de sus axilas...
“¿Cuál de las dos prefieres hoy primero”, te
decía, picarón, sabiendo cómo te gustaba hundir tu cara en ellas para besar toda
su extensión y sentir el tenue cosquilleo que te proporcionaban los largos
pelos allí crecidos mientras aspirabas voluptuosamente toda la masculinidad que
exhalaba su piel en aquel rincón de su cuerpo, ofrecido por entero a ti.
Pero ahora es aquel tío de la pantalla a quien ves, y
piensas que el tipo no se queda atrás: “¡Menudo bosque bajo los brazos, tío!”,
piensas, concentrándote de nuevo en su figura... Desearías... ¡Dios, cómo te
gustaría sentir el suave tacto del rizado pelo que cubre sus muslos!
Vuelves a sentirte satisfecho de sentir tu polla
firme, dura como una roca. Palpas de nuevo la bolsa que cobija tus huevos, y
notas que ya empiezas a estar a punto, por lo que decides, sin más, iniciar con
la mano que la tiene fuertemente agarrada el ritmo que nadie como tú sabe de la
precisión que requiere para que acabes corriéndote a gusto...
Y miras la erecta, magnífica, gruesa, potente tranca
de aquel tío de la pantalla, y la punta redondeada de su sonrosado capullo, que con sumo placer lamerías resiguiéndole su forma y
paladeando el sabroso juguillo que la excitación le haría segregar, y te
arrodillarías ante él en la posición justa y precisa para que el máximo de la
longitud de aquella imponente tranca cupiera dentro de tu boca, y, sin reparar
que un hilillo de baba está a punto de caerte de la boca que hace rato tienes
entreabierta, observas, encandilado, la elegante y viril prestancia que el
tupido vello da a los magníficos pectorales de aquel tío en los que, debido al
denso tapiz de oscuro pelo que los recubre, apenas si atisbas la redondez de
sus pezones asomándose, y desearías que en aquel momento...
“¡Dios! ¡Qué gustazo!!! ¡¡¡Dios!!!
¡¡¡Diossss!!!”, exclamas, para ti, cuando tu polla escupe con ímpetu el
primer chorro de leche.
“¡Dios! ¡Qué bueno estás, cabrón!”,
musitas, también para ti, antes de cerrar con fuerza los ojos cuando, para
continuar sintiendo el gusto que después del último fluir de tu leche todavía
sientes, vas cesando paulatinamente de ejercer la fuerza y el ritmo de la mano
con la que te has masturbado.
Exhausto, abres los ojos. Sacas,
deslizante, el dedo del agujero de tu culo y, tras enderezarte de nuevo, te
exprimes con delicadeza el pene goteante a fin de hacer salir el poco semen que
aún ha quedado en su interior, el cual recoges con los dedos tras reparar que
no habías previsto disponer, para cuando acabaras de correrte, de nada con que
poderte secar. Dudas en agacharte y utilizar los calzoncillos, que ves tirados
en el suelo, pero de momento decides restregarte los untuosos dedos por el
primer sitio de tu cuerpo que se te ocurre: por las ingles.
Te sientas de nuevo, enciendes un
cigarrillo (de tu tabaco no te has olvidado, no...) y piensas que tendrás
que limpiar el lugar donde ha ido a parar el semen eyaculado, que ya localizaste
en el suelo de baldosas porque siempre te ha auto complacido observar la
abundancia y la espesa densidad de tu leche, y en aquel momento te viene a la
cabeza, mientras sonríes, lo que Luis, a quien le encantaba ver tus copiosas
corridas, te decía siempre justo en el momento en que ibas a eyacular: “¡Pasen
y vean, señores! Aquí, ante ustedes... ¡La Central Lechera Asturiana!!!” y
que, indefectiblemente, aunque ya sabías que te lo diría, hacía que cuando
estabas con él te corrieras siempre a carcajadas.
Vuelves a reparar en la imagen del tipo
cuya masculina figura te ha acompañado hasta el orgasmo, el cual, a pesar del
bajón de tu libido, sigue pareciéndote un hombre sumamente atractivo, y
mientras aspiras una fuerte bocanada de humo del cigarrillo que has encendido,
cavilas en lo mal que lo vas a pasar en momentos como este si algún día decides
-y sabes que algún día tendrás que hacerlo- dejar de fumar.
Albert.
Barcelona, octubre de 2010.
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