EL CAPATAZ


Al verdadero Luis, quien, ciertamente, jamás leerá este cuento.
El auto atravesó el guarda ganado y en pocos segundos estacionó bajo los paraísos, en el parque frente al casco viejo de la estancia. El viaje desde Buenos Aires había durado alrededor de cuatro horas. Bajaron dos hombres: el patrón y el arquitecto. Los perros los habían acompañado con sus ladridos desde la entrada, y uno de los peones, el marido de la casera, los vino a recibir.
-¡Buenos días, Don Tomás!.
-Hola, Miguel, llevame el auto al galpón y después me lo lavás. Vení que te presento al señor Federico.
El hombre alargó respetuosamente la tosca mano.
-Buenas, Don – dijo Miguel con una inclinación. El patrón prosiguió, a tiempo que bajaba algunas cosas del auto:
-El señor Federico es el arquitecto que viene a ver la casa de huéspedes para arreglar los techos y ampliar las habitaciones, ¿te acordás que te había avisado?
El peón asintió con la cabeza, siempre reservado. El patrón, mirando el campo, le volvió a dirigir la palabra:
-Decime... ¿está Luis?
-Sí, señor. Está en el campo de la cañada, con la hacienda.
Luis era el capataz, que en ausencia del patrón lideraba al resto de la peonada. Hacía un año que estaba a cargo de todos los asuntos de la estancia. Todos los peones sabían que Luis era el preferido del patrón, por su juventud, su honradez, y por su inteligencia, así que a nadie le había sorprendido que luego de que el anterior capataz se jubilara, Luis pasara inmediatamente a ocupar su lugar. El patrón siguió hablando a Miguel, inspeccionando cada rincón, con voz firme y seño fruncido.
-¿Y cómo está Bety?
-Bien, patrón.
-Decile que vamos a almorzar a eso de la una.
-Le digo.
-Mañana viene el veterinario. ¿Te dije, no?
-Sí, patrón.
-Muy bien, avisale a los muchachos.
-Sí, patrón.
-Decile a Bety que el señor Federico y yo nos quedamos hasta el domingo.
-Muy bien, Don Tomás.
-¿Prepararon la habitación del señor?
-Sí, patrón, la Bety ya dejó todo listo.
El patrón y el arquitecto entraron a la casa. Era la primera vez que Federico visitaba el lugar. La vivienda era añosa, modesta y fresca, una típica construcción de campo de fines del siglo XIX, con cuartos grandes y techos altísimos. Por todas las ventanas de entreabiertos postigones se veía el campo, presente siempre, como si fuera un inmenso mar verde amarillo.
Después del sencillo almuerzo los dos hombres partieron a un tranquilo recorrido por algunos lugares de la estancia, la caballeriza, el viejo palomar, el huerto de los frutales y el monte antiguo  detrás de la casa, el de los añosos nogales. Charlando de varios temas, cerraron el círculo de su breve paseo en el viejo aljibe, ya en desuso. Cerca estaba la casita de huéspedes. El patrón dejó a Federico allí, partiendo a sus obligaciones. El arquitecto enseguida se puso a observar la antigua estructura, tomando notas para luego proyectar los arreglos. En eso estaba cuando sintió que alguien entraba a la casita.
-¡Ah!, disculpe, Don. Usted debe ser el arquitecto!
-Sí. Soy yo.
-Buenas. Yo soy Luis.
-Ah, sí, ¿usted es el capataz?
-Sí, señor. Discúlpeme, pero como vi que la puerta estaba abierta, pensé que se habrían olvidado de cerrarla y...
-Mucho gusto, sí, soy Federico, el arquitecto – dijo, estrechando la mano de Luis – No se preocupe, cuando yo me vaya, dejaré todo cerrado.
-Gracias, Don. Con permiso...
-Vaya nomás.
Federico se asomó a la ventana y siguió con la mirada a Luis, que se alejaba en dirección a la oficina, donde estaba el patrón pagando los sueldos. Observó su andar despreocupado, su corpulencia y sus brazos fuertes. Luis era un chaqueño de unos 35 años, aunque nadie podía saber con certeza su edad, por la equívoca expresión que los hombres de campo suelen tener. Su rostro de niño, aunque curtido por el sol y el duro trajinar diario, no coincidía con ese cuerpo trabajado por las rudas tareas de la tierra. A pesar de ser muy parco había en sus ojos castaños, muy claros, una expresividad tierna y sensible. Tenía el cabello ensortijado y rebelde, y varias canas prematuras cubrían sus sienes.
A Federico le había impresionado la apariencia del capataz, pero sobre todo, la fina belleza de ese rostro aniñado pero viril, iluminado por aquella mirada franca y transparente.
Por la tarde se dedicó a dibujar algunos bocetos en el escritorio, sorprendiéndose cada tanto al dejar divagar sus pensamientos sobre la imagen nítida que los ojos claros de Luis habían impreso en su mente.  Pronto fue la hora del té. Fue el reencuentro con el patrón, y ambos aprovecharon entonces para hablar sobre el proyecto que tenía en mente el arquitecto. Los arreglos no eran muy complejos, pero era menester atender algunas cuestiones. De todos modos había tiempo para discutir los detalles y la charla pudo entonces desviarse hacia otros temas. Pero se hacía tarde, el patrón aún tenía que pasar por el pueblo para cerrar unos negocios. Mirando el reloj, dijo:
-Federico, tengo que ir hasta Chacabuco, ¿quiere usted acompañarme? aunque le prevengo que no hay mucho para ver por estos lados...
-Le agradezco, Tomás, pero prefiero dar una vuelta por la estancia, o tal vez salir a dar un paseo a caballo.
-¡Sí, por supuesto! Avísele a Miguel que le ensille el oscuro.
-¿La laguna está muy lejos?
-No mucho. Tiene que atravesar tres tranqueras hacia el norte. Si sigue la dirección de aquel alambrado no se va a perder, después de la tercera tranquera verá el monte de cedros y enseguida dará con la laguna. ¿Necesita algo del pueblo?
-No, gracias.
-Bueno, pásela bien– dijo, mientras Federico advertía en esa expresión una leve sonrisa acompañada de una mirada rara que no terminó de comprender.
El patrón salió y saludó de lejos a Federico que se quedó por un momento sentado en el sillón frente al ventanal de la sala. La tarde transcurría lenta, con ese silencio raro atravesado por los ruidos de la inmensa naturaleza circundante. Respiró profundamente y recordó una vez más los ojos de Luis. Después, con decisión, salió de la casa hacia las caballerizas. Miguel le entregó al oscuro y lo ayudó a montar. Federico salió a campo abierto a pleno galope. El sol estaba cayendo ya y era una hora exquisita para cabalgar. La enorme planicie pampeana se interrumpía de a ratos por algún que otro monte de eucaliptus y otros viejos árboles. Hacía años que Federico no montaba a caballo, hacerlo ahora le daba una renovada sensación de libertad.
Finalmente, después de pasar la tercera tranquera, divisó a lo lejos el espejo de agua. No era muy extenso, pero el paisaje se enriquecía con la vegetación que poblaba su vera. Se internó en el monte de cedros, que oscurecía el ambiente como un pequeño bosque. Enseguida escuchó voces. Entonces se apeó del caballo y siguió caminando riendas en mano. Con curiosidad decidió avanzar en dirección hacia el margen de la laguna, allí de donde provenían las voces. Era evidente que alguien se estaba bañando en la laguna por el ruido del agua que llegaba a sus oídos. Dejó el caballo atado a un árbol y caminó unos metros más. Cuando por fin salió de la espesura, casi a la orilla, vio a tres hombres que se estaban bañando. Uno de ellos era Luis, el capataz. Lo acompañaban dos peones. Más allá pudo ver a los caballos atados y pastando en un claro verde. Los hombres, de vez en cuando hablaban entre sí o hacían alguna broma, pero estaban casi exclusivamente abocados a asearse, seguramente como de costumbre, después de un duro día de trabajo. El agua los cubría hasta los muslos. Llevaban puestos sus calzoncillos, que estaban totalmente mojados. Luis se frotaba la cabeza con un jabón, llenándola de espuma. Extendió enseguida la tarea sobre su pecho y sus brazos. Federico veía toda la escena oscilando entre la curiosidad y la excitación, escondido entre unas ramas y sintiéndose algo culpable de invadir ese terreno algo privado de los trabajadores.
Pero pasó algo inevitable: como si no estuvieran allí los peones, inmediatamente puso su atención en Luis. Miró su pecho ancho y bien formado. Tenía algunos pelos en el centro, los más tupidos eran de un color entre gris y blanco. Sus pezones, sin vello alguno, eran oscuros, disintiendo con la tez blanca. Los brazos, musculosos y curtidos por el sol, eran increíblemente velludos, y los pelos ahí eran bien negros. Podía ver que esa textura velluda se repetía en las piernas, que adivinaba apenas por esa porción visible de muslos que apenas quedaba fuera del agua. El calzoncillo de Luis era blanco, holgado y anticuado. Pero a Federico le pareció la prenda más sensual que había visto jamás puesta sobre un hombre. La entrepierna marcaba un bulto inquietante, pendulante y móvil, y la tela mojada transparentaba sectores bien oscuros. Cuando el cuerpo de Luis giraba sobre sí mismo, Federico podía ver entonces el trasero magníficamente torneado del capataz. El agua bañaba implacablemente todas sus formas, como acariciando ese cuerpo magnífico.
Los dos peones que estaban con Luis fueron los primeros en darse cuenta de la presencia de Federico. Uno de ellos, tímidamente le hizo una seña a Luis, que giró la cabeza y con una tenue sonrisa levantó una mano saludando al visitante.
-¡Don Federico!, ¿Qué anda haciendo por aquí?
Federico, incómodo por haber sido descubierto, se adelantó unos pasos.
Los otros dos hombres, salieron del agua y saludaron con respeto, muy cabizbajos. Fueron directamente al pie del árbol donde habían dejado sus ropas y empezaron a secarse con unas toallas, siempre en silencio. Federico miró a Luis, que aún se estaba enjuagando.
-Hola Luis. Buenas tardes. Perdón si los importuné, pero salí a dar una vuelta a caballo y quería conocer la laguna.
-Hizo bien, hizo bien.- dijo saliendo del agua- es una de las cosas lindas que tenemos por estos lugares. Y… bueno, usted vio que también la usamos de bañadera en el verano.
Federico sonrió y siguió mirando fijamente cada uno de los movimientos del capataz, que había salido del agua y se estaba secando con una breve toalla. Los dos peones, que ya casi estaban vestidos, observaban toda la escena sin mover un solo gesto. Sólo sus ojos escudriñaban la escena moviéndose avivadamente.
-¿No quiere darse un bañito?
-No, gracias, Luis. No traje ropa adecuada.
Los hombres sonrieron.
-Bueno, si es por eso, mírenos a nosotros... nunca venimos con traje de baño. Acá en pleno campo, nadie se va a fijar si uno está a la moda o no, ¿verdad?
Nuevas sonrisas. Los peones ya listos, saludaron muy obsequiosamente y se dirigieron hacia sus caballos. Federico y Luis les devolvieron el saludo y cuando los hombres se alejaron quedaron solos en el borde de la laguna. El sol comenzaba a ponerse.
-Es increíble como se ve la caída del sol en este lugar.
-¿Vio qué lindo? – dijo, quedando inmóvil y silencioso por un instante mientras el fuego del horizonte teñía su frente de dorado.
-¿Vienen siempre a este lugar? – dijo Federico, rompiendo el silencio.
-Bueno, en verano, después del trabajo en el campo, si terminamos la faena cerca, preferimos darnos un baño y ya llegamos limpios a las casas, ¿sabe?.
-Y las mujeres no tienen que limpiar baños después...
-Las de ellos, lo que es a mí, nunca me vino bien ninguna mujer para vivir emparejado, vea.
Federico tragó en seco.
-¿Y usted vive en el pueblo?
Luis lo miró socarronamente, deduciendo que el mozo de la cuidad no entendía de las cosas del campo.
-No, Don, vivo en el puesto que está acá nomás, pasando la laguna, al ladito del arroyo.
-¿Solo, entonces?
-El buey solo bien se lame, ¿no?
Mientras, Luis, que evidentemente no era tan callado como los otros, había terminado de secarse. Ahora, ese cuerpazo tan viril quedaba a la vista de Federico en todo su esplendor. Efectivamente, las piernas eran oscuras y muy peludas. El vello se acentuaba en las entrepiernas, casi se podía adivinar la continuación de esos pelos hacia las zonas más íntimas. La suave brisa del atardecer había refrescado el aire y el pecho de Luis mostraba la piel erizada. Federico miró esos enormes pezones erguidos, casi negros, que se ponían duros con el contacto con el aire frío, y no pudo evitar morderse los labios.
El capataz también había observado a ese hombre con el que le gustaba hablar. Calculó que tendría su misma edad, tal vez un poco más. Había advertido la generosidad de su sonrisa, nunca oculta por esa barba bien cuidada. Era alto también, y de hombros anchos. Luis se atrevió a seguir mirando mientras charlaba y hasta pudo advertir una tela blanca asomando más abajo. ¿Por qué miró hacia esa bragueta mal cerrada? En efecto, algunos botones de la bragueta de Federico estaban desprendidos. Podía ver una forma abultada, redonda, y esa blanca tela, que no era otra que la de su ropa interior.
Cuando Federico se sentó en un tronco, de frente al ocaso, las piernas se abrieron y el bulto pareció más provocativo, más atractivo aún. Luis se sonrojó, temeroso de que alguna de sus miradas hubiera sido percibida por Federico y disimuló su incomodidad dirigiéndose hacia el caballo. Entonces Federico lo siguió con la mirada. Luis, asaltado nuevamente por su timidez campera, se escondió detrás del animal para quitarse el calzoncillo mojado. Federico quiso voltearse y no invadir ese acto de intimidad, pero no pudo. Volvió la cabeza de cara a la laguna, pero sus ojos miraron de soslayo a Luis. Fue cuando la blanca prenda de Luis cayó a sus pies. Federico sólo podía ver apenas torso y piernas, pues lo más atractivo de la desnudez de Luis quedaba oculta tras el caballo. Fue un momento sublime, antes de vestirse rápidamente.
Pronto el sol se sumergió finalmente bajo el horizonte entre los resplandores rojizos de las nubes. Acercándose nuevamente, Luis murmuró:
-Es hora de ir volviendo, ¿no?
Federico, algo perplejo ante la escena que acababa de presenciar, tardó en responder.
-Sí... sí, claro. Vamos.
Volvieron juntos al trote. Luis se separó para tomar el camino a su puesto y Federico enfiló hacia el casco.

Por la mañana, Federico se despertó con los gritos de la peonada que trabajaba con la hacienda en la manga de ganado que estaba cerca de la casa. Mugidos, casqueteos de caballos y gritos de hombres se mezclaban entre sí alternándose en sonoras peroratas. Todos estaban atareados, liderados por el patrón y el veterinario, revisando y vacunando a cada uno de los toros nuevos. Federico escuchó entonces la voz de Luis, y fue en ese mismo momento que sintió como su latente erección se consolidaba en segundos lanzando su miembro duro fuera del slip. Se tocó la verga enhiesta y empezó a acariciar sus huevos por encima de la tela blanca. No pudo evitar pensar en Luis y en la escena del caballo. Si entonces sólo hubiese caminado unos pasos habría alcanzado a verlo en toda su desnudez. Imaginó esa variación de los hechos una y otra vez, fantaseando con esos ojos castaños clavados en los suyos. Las manos, como llevadas por la voz de Luis que seguía oyéndose bien nítida desde afuera, se deslizaron por debajo de la tela y, tomando el húmedo mástil en plena erección, empezaron a acelerar los movimientos. Fue cuando escuchó golpear a su puerta y la voz femenina de Bety detrás de ella.
-¡Señor Federico, son las ocho!
Federico, sobresaltado, contestó con un "gracias" y abandonando ya la idea de la masturbación matutina, cohibida tan abruptamente, se levantó y se dio una rápida ducha de agua casi fría, que, a pesar de todo, no pudo bajar inmediatamente su sexo erguido.
Ese sábado, durante la hora del té en la galería, Federico y Tomás, el patrón, vieron pasar a Luis, el capataz, que saludó a los dos hombres con una breve seña de su mano, lanzándoles un "hasta mañana". Estaba sucio y sudado por el trabajo. Federico lo siguió con la mirada y lo vio dirigirse hacia las caballerizas. Había advertido –pero ahora realmente- esos ojos claros muy fijos sobre él, como si quisieran decirle algo. Federico casi no escuchaba lo que Tomás le estaba contando acerca de una fracción de campo que debía arrendar y sus pormenores económicos, pues su mente estaba muy ocupada pensando que lo que quería hacer en ese momento era irse a caballo hasta la laguna y ver a Luis, desnudo esta vez. Fue recién después del té, que el patrón finalmente liberó a Federico y éste aprovechó para salir al galope raudo, veloz, como persiguiendo la puesta de sol, esa misma que el día anterior había iluminado el fascinante torso desnudo de Luis.
Cuando llegó a la laguna no vio a nadie. El lugar estaba desierto. Buscó con la mirada algún movimiento o sonido esperanzador. Pero nada. Inspiró hondo, recobrando la respiración después del frenético galope. Desilusionado, bajó la vista hacia el tenue oleaje de la laguna, y comenzó a maldecir para sí, pensando que había llegado inútilmente tarde, que los peones ya se habían marchado, y que Luis ya debía estar en su casa. Se apeó del caballo y caminó un poco junto a la orilla. Fue cuando levantó nuevamente la vista buscando el horizonte. Entonces el corazón le volvió al cuerpo, a tiempo que aceleraba sus latidos, pues no muy lejos de ahí había visto un caballo atado a un tronco caído, ¡era el de Luis! Dejó allí también al oscuro, y caminó nuevamente siguiendo su instinto. Miró hacia el agua atraído por un ruido de olas. No tardó en divisar al capataz. Sonrió y respiró aliviado. La tarde estaba más calurosa que el día anterior y Luis estaba nadando, a unos treinta metros de la ribera. Federico se quedó mirándolo un rato, feliz de haberlo encontrado. Enseguida Luis lo vio.
-¡Eh! ¡Señor Federico!
Federico miró en derredor y le contestó el saludo con la mano:
-¿Estás solo?
-Sí. Hoy los peones trabajaron en otro campo. Me vine solo, antes de irme para la casa.
Y al decir esto, como para asegurarse de que su voz llegaría hasta el arquitecto, se incorporó un poco, fue entonces que su cuerpo sobresalió del agua. Federico abrió los ojos como platos. Asombrado pudo darse cuenta de que Luis se estaba bañando desnudo.
-¿Por qué no viene? ¡El agua está muy buena!
-¿Eh?
-¡Déle!, ¡Anímese!
-¡Sí... me gustaría, pero...!
Federico caviló en dos segundos, turbado pero encendido por lo excitante de la situación. Sintió vergüenza, mas, a la vez, un incontenible deseo de lanzarse al agua junto a Luis. ¿Pero… si alguien los viera? No. En medio de la soledad del campo, era absurdo pensar en eso. Y además ¿qué importaba? Sin dudarlo respondió:
-¡Está bien, allá voy!
Rápidamente, Federico se quitó la ropa y entró desnudo al agua. Estaba algo tostado por el sol y la blancura de su pelvis como la de su culo, formaba un inquietante contraste junto a la negrura espesa del vello púbico y los oscuros pelos de sus nalgas. Al ver desnudo a Federico, Luis sintió un raro retraimiento y miró hacia otro lado, perturbado e inquieto. Federico pronto se acercó nadando al lugar donde estaba Luis, un sitio poco profundo. Hacía calor y el agua era como un bálsamo refrescante para los acalorados cuerpos de esos hombres. Federico sentía aún la agitación de la cabalgata con la que había atravesado el campo, pero ahora otro galope se había instalado en su pecho. Paradójicamente, el paisaje en el que estaban inmersos los dos hombres era todo quietud, calma y mucha paz, quebrada solamente por el gorjeo de las aves del monte.
De vez en cuando se miraban. Federico iba entrando así al interior de ese hombre simple y atractivo por esos ojos claros rodeados de largas pestañas y pobladas cejas. Cubiertos hasta la cintura por el nivel del agua, sus torsos mojados irradiaban por reflejo la débil luz crepuscular que parecía no querer morir nunca. Algo inhibido por la ausencia de las palabras, Federico se adentró un poco más en la laguna. Se alejó unos metros de Luis. Él lo vio y quiso advertirle:
-Señor, no vaya por ahí. El lecho es muy traicionero y hay muchos desniveles.
Federico sonrió, algo incrédulo, o tal vez herido en su orgullo de hombre de ciudad. El agua le llegaba al cuello, pero en efecto, dio un paso en falso y ya no pudo hacer pie. A pesar de saber nadar, el lecho de la laguna, lleno de ramas, juncos y lodo, lo atemorizó un poco y Luis comprendió que debía ayudarlo a salir de allí. Se acercó nadando y le tendió el brazo:
-Agárrese de mi mano.
-No llego, Luis – dijo Federico estirando la mano.
Entonces Luis se acercó más y lo tomó firmemente por debajo de los brazos. Ambos sintieron como sus cuerpos desnudos tomaban contacto por primera vez. Las piernas se entrelazaron brevemente y la unión de esos brazos fuertes, hizo que Federico empezara a sentir la presencia de su sexo despertando con esa punción tan identificable que los hombres conocen.
Salieron del lodazal y del pozo. Cuando estuvieron sobre terreno más seguro, Federico ya no pudo evitar la erección de su verga. Luis notó la turbación del arquitecto y preguntó:
-¿Está bien, Don Federico?
-Sí, sí, claro.
-¿Vio que el fondo es muy feo ahí?
Pero Federico no respondió. Luis había ganado toda su atención y decidió dar algunas brazadas, avergonzado porque el capataz se hubiera dado cuenta. Federico se había sumergido y en uno de sus movimientos, chocó involuntariamente contra las piernas de Luis. Al salir a la superficie, se encontró frente a frente con la cara sorprendida del capataz, que entre sonrisas nerviosas pedía disculpas. A Federico lo enternecía la enorme timidez de ese hombre. También sonriendo, le dijo:
-No tenés porqué disculparte, Luis, y, otra cosa: no me llames "señor", por favor.
De pronto los dos dejaron de sonreír. Estaban tan cerca que ambos podían ver cada detalle de sus rostros y de la parte superior de sus pechos asomando del agua. Luis bajó un poco la vista advirtiendo como los pelos del pecho de Federico se habían alisado caprichosamente por el agua. Su barba goteaba doradas perlas iluminadas por el sol. Luis abrió sus brazos velludos y acarició la superficie del agua. Sí, sentía inconscientemente que necesitaba acariciar algo, pero no atinaba a acariciar más que el agua misma. Pero lejos de ser un escape, su actitud adquirió una carga totalmente sensual. Era una postura expectante... y a la vez, insinuante, invitadora...
Federico lo miró seriamente, palpitando cada segundo. El capataz miró a la orilla, como comprobando que nadie podría verlos. Ya ambos sabían lo que deseaban. Los cuerpos se acercaron. Y algo sucedió.
Al estar tan cerca, la sumergida verga de Federico, endurecida por la excitación incontenible, alcanzó a rozar el peludo pubis de Luis. Éste, sintiendo el contacto, fijó la mirada en los ojos de Federico y se acercó más. ¡Esa mirada! ¡Tantas veces evocada! ¡Ahora estaba frente a él, diciéndole miles de cosas! Entonces Federico ahuecó sus manos y llenándolas de agua la vació en el pecho de Luis, que miraba su propio pecho, siguiendo absorto los movimientos suaves que ese hombre repetía una y otra vez. También volcaba agua sobre su pelo y hombros. Las manos de Federico lavaban bien cada pectoral después de deslizar el agua sobre ellos. El capataz tenía la vista siempre atenta a las manos de Federico, que no dejaba de sobar y alisar la clara piel del pecho de Luis.
Debajo del agua, el potro de Luis se despertaba. Su verga enardecida creció tanto, se puso tan dura, que pronto Federico sintió como aquel palo rozaba con tenues caricias su propio miembro erecto. Luis permanecía con los brazos abiertos, entregado a aquel ritual secreto entre hombres. Federico seguía mojando y lavando ese ancho pecho excitándose cada vez más con los roces de la verga del capataz sobre su propio sexo. Jugó una y otra vez con ese mechón de pelo casi blanco, acarició sus peludas axilas, rozó las erectas tetillas con sus pulgares y palpó la consistencia viril de ese cuello fibroso y firme. Avanzó un paso y entonces sus torsos se tocaron levemente. Bajo el agua, sus miembros unidos, ya no quisieron abandonarse.
Los torneados brazos de Luis se fueron cerrando, avanzando... y rodearon a Federico. Las manos se posaron en su espalda y lo abrazaron. Federico sintió el contacto intrigante de esas manos ásperas y callosas en su espalda y un escalofrío recorrió toda su espina dorsal. Entonces bajó sus manos y las llevó al encuentro del tronco de Luis. ¡Ah! ¡Era un miembro descomunal! Federico no dio crédito a lo que su tacto le dijo. Gruesa y larga, esa barra de carne apenas si cabía en sus dos manos. Creyó desmayar al comprobar semejante tamaño entre sus dedos. ¡Tenía que ver esa maravilla! Tomó de la mano al capataz y, lentamente, lo llevó hacia la orilla.
Cuando salieron del agua, los dos hombres desnudos cayeron de rodillas frente a frente en la hierba fina que crecía allí. Cuando Federico miró el aparato que Luis tenía entre las piernas lanzó una exclamación de asombro. Era un carajo enorme que pendulaba pesadamente sobre unas maravillosas y colgantes bolas. El miembro, totalmente descapullado, estaba duro como un garrote y tenía una forma recta perfectamente definida. Su descarada erección apuntaba no hacia arriba sino hacia adelante, como una verdadera lanza. Los pelos negros cubrían todo el pubis, extendiéndose armoniosamente hasta adentrarse en el inicio de los muslos.
Luis miró atentamente la pija de Federico. No era tan grande como la de él, pero su proporcionada forma, curvada hacia arriba, lucía desafiante y bella en toda su extensión. Casi no tenía movilidad alguna, de tan dura y enhiesta que estaba. La vellosidad de Federico era también muy tupida pero a diferencia de Luis, los pelos eran largos y lacios, como su cabello. Una columna perfecta y definida de vello oscuro ascendía desde el pubis hasta el pecho, partiendo el torso exactamente al medio, se ensanchaba en el abdomen y florecía más arriba con cada pezón, ambos rosados y carnosos.
Luis acercó más su cuerpo al de Federico y deslizó una mano hacia su nuca, atrayendo apasionadamente las bocas entre sí, que se abrieron para recibirse mutuamente. Respiraron intensa y agitadamente ante ese nuevo sabor que ambos estaban disfrutando, gozando como dos hombres, pero temblando como niños. La lengua de Federico respondió primero tímidamente, luego exaltada, no dejando sitio del interior de la boca de Luis sin recorrer. Las bravas armas, duras y enfrentadas, chocaban entre sí. Federico cayó sobre el capataz, que quedó aprisionado sobre el verde, y enseguida sus labios fueron directamente a los oscuros pezones. Su lengua rodeó las perfectas aureolas. A este contacto, las tetillas respondieron poniéndose duras como penes pequeños. Después siguió lamiéndolas y por último las devoró apasionadamente entre sus dientes.
Luis abrazaba tiernamente a Federico, parecía increíble que en el momento del amor, ese tosco y rudo hombretón, fuera tan cuidadoso y suave con su amante. Mientras Federico seguía mordisqueando las tetillas, Luis, entre suspiros cortos se encargaba de besar y lamer su cuello, yendo y viniendo por  hombros, orejas y boca. Luego, Federico que se resistió a abandonar esos duros pezones, bajó hacia el encuentro con esa verga inmensa. Una vez más quedó extasiado ante su visión. Nunca había visto cosa igual. Hasta recordó entre sonrisas la tan mentada fama que pesa sobre los hombres nacidos en el Chaco acerca de sus atributos sexuales. ¿Sería éste un ejemplo que comprobaba tales teorías? Por cierto, ese ariete era descomunal. Abrió bien la boca, intentó introducirla no sin poco esfuerzo, se atragantó un poco, pero al fin pudo metérsela hasta un poco más de la mitad dentro su boca. Casi no podía respirar, pero estaba saboreando un manjar único. Recorrió repetidas veces toda la longitud y grosor de tan viril maquinaria. Era de una dureza firme pero flexible hacia todas las direcciones, cosa que hacía al aparato muy manejable y accesible a cada uno de sus pliegues. Chupó largo rato ese tronco, metía la lengua en el pequeño agujerito, subía y bajaba el prepucio, lamía, besaba... era un juguete sabroso y lo volvía loco... no lo podía dejar de bombear y lamer, produciendo en su dueño un placer impresionante.
Entonces Luis se dio vuelta quedando boca abajo. Federico, a tiempo que le  abría bien las gruesas piernas, empezó a lamer y besar intensamente el culo. La lengua penetró, hasta donde le fue posible, ese hoyo oscuro y peludo, provocando contorsiones y gemidos en el capataz.
-¡Sí!, ¡Sí!, Soy suyo... este culo es para usted.
A Federico lo maravilló que Luis, tampoco en ese íntimo momento, se animara a tutearlo. Pero eso, por supuesto, lo excitaba más aún.
-¿Te gusta, Luis?
-Sí... pero por favor, no se detenga... siga....siga...
Y Federico siguió. Siguió lamiéndole las pelotas. Eran enormes y colgaban por debajo de ese tronco duro y ensalivado. La maraña de sus pelos dificultaba ciertamente la tarea. De todos modos, los grandes huevos quedaron completamente mojados por la saliva del arquitecto en muy poco tiempo. Entonces Luis abrió más aún sus glúteos dejando bien a la vista el agujero húmedo y dilatado, diciendo entre gemidos entrecortados:
-Adelante, Don. Por favor...cójame, cójame, quiero sentirlo adentro.
Federico, sin poder contenerse más, apoyó la punta de su glande en el peludo agujero del capataz y arremetió impulsivamente hacia él.
-¡Ah!... ¡Despacio, despacio...!
Federico se contuvo un poco, frenando ímpetus para no lastimar la vulnerable zona. Acercó más saliva al anhelante hueco con su propia mano y cuando retomó el movimiento la verga se introdujo suavemente hasta la mitad. El capataz gritaba:
-Sí, así, así. ¡Lo siento! No se detenga, por favor. Métala toda. ¡Bien adentro!
Federico siguió fielmente las órdenes del capataz. Enterró hasta el final la dura pija y sintió enseguida que tocaba el suave y caliente fondo de las entrañas de Luis. Entonces se empezaron a mover con rítmicos y fuertes movimientos. Las pelotas del arquitecto castigaron las nalgas de Luis con cada embestida. El ritmo de las acometidas siguió intensificándose hasta arrancar de los dos hombres gemidos y gritos de gozo. Ambos perdieron entonces la noción del tiempo que transcurría.
Después, sin permitir que la verga saliera de su culo, Luis giró sobre sí mismo y quedó frente a frente con Federico, que comenzó a besarlo en la boca casi con desesperación. Los ayes del capataz quedaban silenciados entre los labios de Federico, que tomó esa gran verga y comenzó a masturbarla. Creyendo alucinar, vio que ésta parecía más grande y gruesa ahora. ¿Cómo se sentiría esa monstruosidad dentro del culo? Sin esperar a que su mente le diera la respuesta, prefirió comprobarlo de manera práctica. Mientras tomaba esa decisión, sus dedos fueron dilatando más y más su propio ojete, ensalivándolo copiosamente para que estuviera listo y preparado.
Entonces cambiando levemente de posición, el arquitecto se encaramó sobre Luis, abriendo lo más posible sus piernas y sentándose a horcajadas sobre el gran palo de su capataz. Después de un rato de intentonas y nuevos posicionamientos, finalmente el glande y una parte de la verga de Luis entró en el ensanchado ano de Federico. Faltarían aún unos minutos más para que el ensarte fuera completo y como el deseo de los dos hombres era proporcional al gran objetivo, el maravilloso pene de Luis terminó enterrándose hasta los huevos dentro del desencajado culo de Federico, abierto como nunca y loco de extremo placer. Federico retomó el galope, ahora sobre el desaforado capataz que lo penetraba sin tregua.
Los ojos casi en blanco de Luis anunciaron a Federico que estaba por llegar al orgasmo. Los movimientos se hicieron más acelerados y cuando el momento culminante fue inminente, Federico quiso ver cuando de esa monumental pija emanara el viril elemento. Extrajo el tremendo aparato de su culo y se arrodilló ante Luis, expectante, mientras sostenía con una mano los pesados huevos y con la otra sacudía el enervado palo. Un aullido anunció el primer gran chorro de esperma blanco y espeso que llegó hasta el mentón del capataz. Le siguió otro, y otro, hasta que el pecho de Luis quedó salpicado del caliente y untuoso líquido. Federico lamió esas gotas entre las últimas y violentas descargas de su compañero. Entonces, abriendo nuevamente las nalgas del capataz, volvió a penetrar ese abierto y lubricado agujero. Por fin, aullando de placer, Federico se desbordó dentro del culo de Luis, luego de unas pocas embestidas.
Mirándose a los ojos, en ese ambiente bucólico, claro y puro del campo, los dos hombres se besaron profundamente, aún alterados por la intensidad vivida.
En ese momento, el sol ocultó su último rayo bajo la línea del horizonte. Los dos, contemplando ese deslumbrante espectáculo callaron conmovidos. La luz se diluía y la naturaleza, que hasta el momento había estado quieta y calma como si hubiese quedado atrapada entre el acto amatorio de los hombres, comenzó a moverse entre suaves brisas y nuevos aires, anunciando el fin del día.
-Es hora de irnos, Don Federico.
-Si... así es, Luis.
El capataz, calmando ya su respiración, se incorporó para besar la boca del arquitecto.
Sonrieron, mirándose a los ojos. Luego, cayeron nuevamente sobre la hierba, de cara al cielo.
-¿Porqué no se arrima mañana por las casas? – murmuró Luis, volviendo nuevamente a su habitual timidez.
-Mañana vuelvo a Buenos Aires.
El capataz oscureció sus ojos, mirando a la nada, pero, luego de un corto silencio se animó a preguntar:
-¿Y cuándo piensa volver?
-Dentro de dos semanas, cuando se inicien las obras de la casita de huéspedes.
-Entonces... en dos semanas.
-Sí, en dos semanas.
Nuevo silencio.
-Sí. Y… entonces, véngase por la laguna ¿eh?
Federico sonrió y lo abrazó dulcemente.


Franco.
Marzo de 2002



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