"Milagro"


-un relato no apto para personas que puedan verse afectadas en su sensibilidad religiosa- (ya avisé)

Danielito era el último de la fila. Finalmente, después de esperar un poco, comprendió que era su turno y se arrodilló en el confesionario frente al Padre Rafael.
Era el cura gordito, al que sus compañeros en el colegio tenían como el más “bueno” porque no daba mucha penitencia. Pero Danielito nunca se había confesado con él y no lo conocía mucho.
El Padre Rafael, después haber estado confesando a todos los mozalbetes de la clase, ya estaba con la paciencia por el piso. Posó su mano en la frente y miró al niño rubio. Ya estaba en edad “peligrosa”, pensó, como casi todos los que se habían confesado antes. Miró hacia los cielos con gesto de resignación y comenzó a escuchar sin demasiadas ganas. Y de pronto, queriendo obviamente ir a lo que realmente era importante, le preguntó directamente:
-Y dime, hijo… ¿has estado haciendo cositas por ahí? – dijo levantando las cejas y apuntando con su mirada a la entrepierna del muchacho.
-¿Qué cositas, Padre?
-A ver: ¿Has cometido actos impuros?
-No sé, Padre.
-Vamos, hijo… no me digas que no te haces unas pajitas de vez en cuando…
Danielito suspiró y pensó “¡otra vez!, estos curas tienen fijación con las pajas, es lo único que preguntan siempre, ¿es que no hay otros pecados? ¿robar, mentir, o sea, los pecados 'tradicionales', no contaban? ¿o es que estaban devaluados? No, imposible, a juzgar por tantos ladrones y mentirosos que conocía desde hacía rato”.
Danielito balbuceó un poco, mirando hacia unos angelitos tallados que había en el umbral del lustroso confesionario y empezó a decir, mientras pensaba velozmente:
-Bueno… yo…
-¡Ahá! – dijo el cura, con tono victorioso - … ya me lo imaginaba. No…, si los chicos de esta edad, no tienen otra cosa en sus cabezas. Pajeros todos. Pues mira, hijo… la masturbación es un pecado que te llevará a la perdición, y tú lo sabes. ¿Y cuántas veces lo haces?
-¿Cuántas veces? No sé. No las conté.
-Pero… más o menos… ¿por semana, cada cuánto te la cascas?
-Y… no sé, Padre…, unas 3 ó 4 veces.
-¿Y cuando te pajeas, lo haces con otros amiguitos?
-Bueno... a veces, sí.
-Mira hijo, como que no dejes esas prácticas, te transformarás en algo aberrante y despreciable.
-No entiendo, Padre.
-Que terminarás siendo puto ¿Ahora sí me entendés? – dijo, dejando el sacrosanto “tú” y cambiándolo por el voseo más contundente y... terrenal.
-Sí, Padre – contestó Danielito, con un tono monocorde.
-Bien. Ahora andá hasta el Cristo del altar, y le rezás dos Ave Marías y tres Padrenuestros. Y no lo vuelvas a hacer. ¿Estamos?
Danielito asintió con la cabeza y fue a arrodillarse al pié de la gran cruz, junto al altar mayor.
Esa imagen de Jesús crucificado siempre le había fascinado. Era muy real. Su rostro, la corona, el largo cabello que caía hacia adelante, la inmaculada piel con esa pátina tan real, y sobre todo, esa expresión infinitamente dulce que parecía perdonarlo absolutamente todo. Mientras oraba, el muchacho observó fijamente ese cuerpo semidesnudo sobre su cabeza.
Cuando ya estaba terminando el segundo Padrenuestro, Danielito notó algo ciertamente extraño. Conocía cada detalle de la imagen inmóvil. Pero ahora… había algo allí en lo que no había reparado nunca: debajo del divino taparrabos, un testículo increíblemente real asomaba hacia afuera. Pestañeó varias veces y puso los ojos como platos. Se inclinó más, y ¡sí!, ahora podía ver dos redondos testículos colgando por debajo de la lustrosa y diminuta prenda. Se quedó azorado. ¿Todos los Cristos tendrían esos atributos tan visibles, o sólo éste era tan extraordinario? Miró la cara de Jesús: ahí estaban esos ojos, tiernos, buenos, pero con un brillo raro y nuevo. Entonces bajó la vista otra vez y el corto chiripá empezó a elevarse. Un bulto inesperado se dibujó en la hierática imagen, y la tela, que había cobrado una súbita morbidez, se levantó tanto que Danielito pudo ver un creciente miembro que se endurecía y cada vez se ponía más grande.
Danielito no podía creer lo que veía. ¡Dios santo!, murmuró. No sabía muy bien lo que estaba sucediendo, pero lo cierto era que no podía dejar de mirar, aún arrodillado, boquiabierto y con las manos juntas.
El pene circuncidado emergió lo suficiente como para quedar bien visible. Danielito miró a su alrededor, pero no había nadie. El órgano (el de la iglesia), comenzó a sonar. El Padre Rafael, desde arriba, hizo una seña amenazadora, como diciéndole a Danielito "¡concéntrate en tus oraciones!". El cura no podía ver nada desde tan lejos. El órgano sonó aún más fuerte, y Danielito creyó estar en el cielo. A este Padre Rafael, ¡cómo le gustaba tocar el órgano!, pensó. Y no lo hacía nada mal, por cierto.
En plena erección, y como inspirada por los acordes del Padre Rafael, la imagen de madera cobró una luz especial. El resplandor parecía alcanzar también a los pícaros querubines de la cornisa que custodiaban la escena con angelicales y cómplices miradas. Finalmente el miembro se apaciguó y volvió a ocultarse debajo del taparrabos sagrado. El muchacho terminó de recitar su penitencia, casi en éxtasis, y con el corazón en la boca se puso de pié. Miró el rostro de Jesús, quien no dejaba de atravesarlo con esa fijeza hierática que tienen las imágenes de las iglesias. Una inconmensurable impresión de ternura le llegó a través de esa mirada, entonces Danielito se retiró del templo.
Estaba decidido: nada iba a contar de aquello a nadie, ¡y menos al Padre Rafael!, quien seguramente le diría que lo ocurrido había sido obra del diablo que habitaba en su pecadora cabecita y que por todo ello se freiría eternamente en el infierno. Ni pensarlo: lo que había pasado quedaba entre Jesús y él. Danielito, con sus ingenuos quince años, ya sabía que los curas no eran confiables, pues no siempre entendían las cosas del cielo.
Salió tranquilamente, con el sosiego y la paz interior que se experimenta cuando se ha sido perdonado.


Franco, Octubre de 2010.

La casita del árbol


Detuve el automóvil frente al portón de hierro y antes de bajar para abrirlo, ante esos dos pilares sencillos pero severos, rememoré fugazmente toda mi niñez.
Allí había pasado los veranos más felices de mi vida, desde muy pequeño hasta mis quince, y desde entonces habían pasado veinte largos años.
Tuve que esperar un poco a que se aquietara el tumulto en mi pecho. Tenía que estar preparado para más emociones. Entré al campo inmenso de la estancia Los Aromos siguiendo la avenida escoltada de cedros y enseguida atravesé el pequeño puente que cruzaba el arroyo. Poco después divisé el casco. La casona todavía se veía esplendorosamente bella, con su galería, sus balcones y el parque circundante. Me ahondé en la sombra franca de los eucaliptos de la gran plaza delantera, y algunos perros salieron a recibirme con ladridos que anunciaban mi presencia.
-¡Joven Pablo! – exclamó Don Artemio con los brazos en alto. Había sido el capataz de la estancia, ahora, junto a su mujer, oficiaba de casero - ¡Qué gusto tenerlo con nosotros!
-Don Artemio, ¡entonces se acuerda de mí!
-¿Y cómo no?, si está usted igualito a cuando me hacía rabiar con sus travesuras.
Lo abracé fuertemente. Había sido un hombre corpulento y atlético, y aún, con todos sus años encima, lo era. Estaba canoso y caminaba más lento, sólo eso.
-¿Está mi tío? – pregunté, mirando a diestra y siniestra.
-Debe estar por llegar. Fue al pueblo con la señora. ¿Quiere comer algo?
-No. Comí en la ruta. Pero quisiera darme un baño.
-Mi mujer le tiene lista la habitación. Pase nomás.
-¿Es la misma de siempre?
-¿Mi Josefa? Pues claro…
-¡No! – dije conteniendo la risa – Me refería a la habitación en la que dormía de chico.
-La misma, niño; digo… señor.
-No, Don Artemio, por favor dígame “niño”, nomás, … siento que hoy los recuerdos de tantos años, han vuelto para quedarse. Aunque, claro… ya no soy ningún niño, ¿verdad?
Reímos juntos y me acompañó a mi cuarto. Doña Josefa había puesto flores y todo estaba impecablemente limpio y en su lugar. Acomodé mis cosas y me quité la ropa para darme una ducha. Estaba lleno del polvo de los 15 kilómetros de camino de tierra. Ni bien me había envuelto en la toalla la puerta del cuarto se abrió estruendosamente y en el umbral apareció mi tío Alberto. Su voz retumbó en toda la habitación.
-¡¿Ya estás aquí?!
-¡Tío Alberto!
-¡Pablito, sobrino…! ¡Qué gusto tan grande verte después de tanto, tanto tiempo!
Me abrazó vigorosamente, y me hundí como antaño en ese pedazo de hombrote grande como un oso. Seguía siendo más alto que yo, y apenas podía respirar entre sus fuertes brazos. Sentí su respiración emocionada.
-Vamos, tío, no te me vas a poner triste, ¿no? Estamos de nuevo juntos, ¡qué ganas tenía de verte!
-Es que fueron tantos años. ¡Pero mírate! ¿Eres tú? Hijo, qué pelos te han salido, ya veo que la marca de la familia sigue estando en sus descendientes.
Reímos juntos y nos quedamos mirándonos mutuamente.
-Tienes la misma carita de niño terrible de cuando tenías quince años. Ya lo veía en las fotografías que me mandabas.
-Y vos estás totalmente “agallegado” ¿Qué te han hecho en España, tío? – dije riendo.
-No tanta risa, oye, que ya te quisiera ver a ti, vamos, a ver si después de veinte años allá no terminas hablando como yo.
-Es que es muy raro escucharte con ese acento, pero a la vez… me encanta… - le decía estudiando su cara, sus expresiones y sus ojos.
-Sigo siendo yo. El tío Alberto.
-Sí. Sos vos, ahí está tu misma mirada, y ese corpachón que siempre tuviste.
-¿Lo dices porque estoy más gordo?
-No estás más gordo. Estás más pelado.
-Válgame ¿pelado?
-Y canoso… - reí.
-¿Cómo quieres que esté, a mis 58, joder?
-Estás perfecto, tío – le dije, abrazándolo de nuevo y pasando mis mejillas por sus espesos bigotes, tal como lo hacía cuando niño.
-Bueno ¿y tú?, sí que has cambiado, ¿no? ¿Te acuerdas de aquel chavalito, flaco, flaco, que no pesaba lo que una cáscara de nuez?
-Ahora peso un poco más – dije un poco avergonzado.
-¡Creciste! Por lo menos tienes algo de altura… todos pensábamos que te ibas a quedar petisito como un pony. ¡Pero qué buen cuerpo has echado, Pablito! ¿Entrenas? ¿Tu vida de empresario te deja tiempo para ir al gimnasio?
-No. Nado un poco, eso es todo. Pero decime, ¿y tu esposa?
Tío Alberto se había casado de nuevo luego de la muerte de mi tía. No había tenido hijos. Ahora vivía con una mujer casi quince años menor que él.
-Bueno, llevé a Sofía al pueblo, para que tomara el autobús a Buenos Aires. Ya sabes, ella tiene familia aquí, en Argentina. ¿Y tu mujer? ¿Cómo está ella?
-Como sabés, ella no podía venir. A pesar del fin de semana largo, está preparando su ponencia para un congreso en Brasil y eso será en tres días. Una lástima, me hubiera gustado que se conocieran.
-A mí también. Pero bueno… o sea que…
-Solos tú y yo, tío.
-Ah, hijo… qué bien la vamos a pasar juntos… y cuánto te agradezco que te vinieras desde Rosario para estar aquí.
-¿Agradecerme? ¿Estás loco o te está afectando la edad? – dije, riendo con él – No, tío… ahora en serio: no tenés idea de lo que es para mí volver a Los Aromos. Los días más felices de mi infancia los he pasado aquí. ¿O ya no te acordás? Y sabés bien que te debo esa felicidad.
-Basta, hijo, que me vas a hacer llorar.
-Es que es verdad. Si no he vuelto nunca aquí es porque vos no estabas. Hubiera sido demasiado dura tu ausencia en este lugar.
-¿Quieres callarte ya, Pablito? – dijo tío Alberto secándose los ojos.
-El mismo maricón de siempre… bueno mucho más ahora que estás viejo… - reí, mientras le pellizcaba cariñosamente una mejilla.
-Más maricón serás tú, y más viejo estará tu abuelo, que Dios lo tenga en la gloria.
-¿Te acordás del abuelo?
-Claro, Pablito…
-¿Y de papá?
-Sí. El pobre nunca pudo disfrutarte como yo.
-¿Me vas a contar cómo era él?
-Claro, claro… pero ahora ve, y date un baño, que apestas… ya tendremos mucho tiempo para hablar y hacer de todo.
-¿De todo?
-Sí.
-Me muero por recorrer el campo con vos. ¿Vamos a ir de pesca?
-Claro que sí.
-¿A cabalgar?
-Claro que… bueno tú sí, que yo ni en burro, hijo.
-¿Vamos a ir a bañarnos a la laguna?
-Sí, iremos.
-Y vamos a ir… a…
-¿Adónde, Pablito? – preguntó tío Alberto alzando las cejas con una sonrisa astuta.
-No. Ya no debe existir.
-¿El galpón de los tractores, en el límite sur? No, hace años que se incendió.
-¡Cómo me gustaba jugar allí…! pero no, no me refería al galpón.
-¿Entonces?
-Nada, es imposible que esté todavía.
-Ve a bañarte ¿quieres? Ahora ya es tarde, pero mañana nos levantaremos bien temprano para hacer todo lo que tú quieras, sobrino. La cena es a las 8, y no me hagas esperar que “la pampa argentina” despierta terriblemente mi apetito, ¿vale?
-¿”Vale”? - reí - ¡qué gallego estás, tío! Sí, vale, vale.
-Anda, ¡mal rayo te parta! ¡Qué falta de respeto a tus mayores, coño! ¡Y a los gallegos…! vosotros tenéis la costumbre de llamar “gallegos” a todos los españoles. ¡Hala, báñate de una vez!
Adoraba a mi tío Alberto. Desde pequeño yo había sido como el hijo que él nunca había tenido. Cuando tuvo que irse forzosamente a España quiso llevarme con él, pero mi madre nunca comprendió ese amor tan grande que nos tuvimos siempre y lo impidió. En todo este tiempo, nunca nos habíamos visto, más que por fotos. Siempre lo había echado de menos y nunca había podido asimilar su exilio. Y ahora, tío Alberto había regresado por unos días para disponer la venta de Los Aromos tras la muerte de mi otro tío, Hugo, al que prácticamente yo no había conocido. Parte de esa herencia me pertenecía, claro. Pero yo estaba muy triste porque después de todo, ese pedazo de tierra formaba parte de mi historia, así como de mi familia.
Después de cenar estaba rendido y me fui a dormir agotado, en parte, por tantas emociones vividas. A la mañana siguiente, y muy temprano, la puerta de mi cuarto se abrió estrepitosamente y la voz de mi tío Alberto volvió a resonar despertándome. Me puse la almohada sobre la cabeza.
-¡Vamos, dormilón!, joder, que en eso estás igual, ya lo puedo ver; que siempre has sido medio vago para levantarte. ¡Arriba! – y se sentó al borde de la cama y comenzó a hacerme cosquillas. Defendiéndome con la almohada, empezamos a juguetear tentados de risa. Sentí sus manos hurguetear sobre mi semidesnudez y volví a sentirme un niño otra vez.
-Ya está bien, ya está bien… si estoy despierto… ¿no ves?
-Lo que veo es que eres un dormilón – me dijo riendo.
Nos quedamos un rato sonriéndonos, mirándonos con todo cariño.
-Sabes, hijo – me dijo – después de todo este tiempo, todo esto es muy raro. Estás aquí, eres un hombre, y parece como si fuese ayer, cuando venía a despertarte de la misma manera. Tu has cambiado… tienes el cuerpo de un hombre… y sin embargo…
-Nada ha cambiado, tío. No entre nosotros.
Lo abracé. Me sentí nuevamente protegido mientras sus manos acariciaban mi cabeza. Me apoyé en ese cálido pecho rollizo y en su abdomen generoso y quise quedarme allí un largo rato. De hecho, eso hicimos, acomodándonos mejor los dos para comprobar de nuevo que estábamos juntos.
Después de desayunar, salimos en plan de recorrer la estancia. El día era magnífico.
-El tiempo nos acompaña hoy.
-Sí, pronto hará mucho calor.
-Andando. ¿Adónde vamos primero?
-Sólo caminemos. Cualquier lugar estará bien – le dije, y lo tomé por el hombro.
Al llegar al arroyo, nos detuvimos a descansar bajo un sauce.
-Todo está como antes. Parece mentira.
-Así es. Hace dos semanas que estoy aquí y cuando llegué no podía creer que estuviera todo tal cual.
-Vos también fuiste feliz aquí.
-Me crié aquí, Pablo. Junto a tu padre y a tu tío Hugo. Sí, nos fuimos a vivir a Buenos Aires muy jóvenes, pero aquí crecimos. Como tú.
-Qué bueno que el tío Hugo haya mantenido así la estancia.
-Sí, lo hizo muy bien, debo reconocerlo.
-Nunca congeniaron, ¿verdad?
-Bueno, él era el mayor, papá lo prefirió siempre. Eso hizo, tal vez, que con tu padre fuéramos muy unidos. Tu abuelo nunca comprendió ni aceptó eso.
-Habrás sufrido mucho cuando papá murió.
-Tú eras muy pequeño, y él, cuando intuyó su fin, me pidió que te cuidara.
-Mi madre decía…
-Tu madre nunca entendió a tu padre. Jamás. Él era un hombre especial. Creo que sólo yo lo comprendí.
-¿Porqué, tío?
-Sigamos hasta la laguna, ¿vale?
Nos pusimos en marcha atravesando el campo y pasamos las dos tranqueras en dirección a la cañada. El sol pronto comenzó a calentar inmisericorde, pero por fin llegamos al monte que precedía la laguna.
-Llegamos. ¿Recuerdas cómo nos divertíamos aquí?
-¡La laguna! Está más pequeña, pero sigue siendo bella – suspiré.
-Sí, es que ha habido mucha sequía, pero es hermosa, ¿verdad?
-Ya lo creo, tío.
-¡Pero qué calor hace! No sé tú, pero yo me quito esta cosa.
-Sí, yo también tengo calor.
Me quité la camisa, me tumbé allí mismo y miré a mi tío con su torso desnudo. No era precisamente gordo sino más bien corpulento. 
Su abdomen era grande, pero no tan prominente a riesgo de desproporcionar su cuerpo. Su pecho poblado de largos pelos blancos brilló a la luz del sol. Siempre había sido voluminoso, pero ahora mi tío ostentaba dos tetas gordas y redondas, rematas por dos pezones carnosos. Recordaba la abundancia de su vello negro. Ahora esos pelos eran de plata, y más aún iluminados por los rayos solares de la mañana. Se acarició un poco el pecho, restregando con sus dedos esa magnífica pelambrera, y se echó a mi lado, abandonando su cabeza hacia atrás. Su cuerpo despedía un aroma exquisito. Mi nariz lo reconoció como familiar al instante.
-En este momento tengo en mi mente tantos recuerdos, tío… no te imaginas.
-Sí, te comprendo, hijo. ¿Cuáles?
-¿Te acuerdas cuando veníamos casi todas las mañanas a bañarnos aquí?
-Sí. Este era un lugar muy especial para mí.
-¿Porqué?
-Aquí nos refugiábamos tu padre y yo. Pasábamos horas aquí. Nadie nos podía ver. Era nuestro mundo, apartado de la casa, de la gente, y de nuestra familia. Cuando nadie sabía dónde estábamos, a nadie se le ocurría venir a buscarnos hasta aquí, claro.
-¿Y qué hacían?
-Bueno – respondió mi tío, algo turbado – hacíamos lo que queríamos. Tu padre y yo fuimos muy unidos siempre. Nos teníamos un amor que muy poca gente supo aceptar o comprender.
-Mirá, tío. Todavía está allí el ceibo. De ahí nos tirábamos de cabeza ¿te acordás?
-Sí. Lástima que ahora el agua está un poco más allá.
-Me encantaba bañarme desnudo con vos.
Tío Alberto respiró profundamente.
-Recuerdo que al principio te daba un poco de vergüenza.
-¿Vergüenza? No recuerdo eso. No… no creo que sintiera vergüenza, con vos, nunca la tuve. Y sobre todo después de…
Hice un silencio. Había recordado de pronto aquel episodio que de alguna manera… marcó el fin de mi infancia.
-Es verdad – continuó tío Alberto – es verdad que después nunca tuviste el menor problema de estar desnudo frente a mí.
-Vos tampoco.
-Naturalmente.
-¿Por qué?
-Porque soy tu tío.
-¿Mi tío…? eras como un padre para mí. Y lo seguís siendo.
Tío Alberto estiró un brazo y me lo pasó por los hombros. Me recosté sobre él, apoyando mi mejilla en una de sus grandes tetas.
-Cómo crecieron – dije.
-¿Qué?
-Tus tetas – me reí, tocándoselas y pasando mis dedos por entre sus pelos.
-Insolente. No tengo tetas. Esto que ves aquí es pura musculatura.
Me reí más fuerte aún.
-¡Ahora verás!
Tío Alberto se incorporó e intentó atraparme. Me escabullí de él, corriendo hacia el monte. Él venía tras de mí, vociferando y maldiciendo.
-¡Ven aquí, mal nacío! ¡Ya verás cuando te ponga las manos encima!
-¡No creo que me alcances, tío, ya estás muy mayor! – le grité, alejándome por entre los árboles.
-¡Joder! ¡Ya verás,… coño… espera a que… espera a…!
Corrí a más no poder, sacándole pronto una ventaja considerable a mi tío. Pero, de pronto, me detuve, maravillado. Había llegado a un claro del monte, y atónito, no podía creer lo que tenía ante mis ojos. Me quedé inmóvil allí mismo, agitado por la carrera y aturdido ante tantos recuerdos agolpados al mismo tiempo.
Mi tío, que venía detrás de mí a toda velocidad, apareció riendo entre maldiciones. Pero al verme allí como una piedra, se detuvo en seco. Y enseguida me miró, conmovido por mi actitud extática. Sonrió, con una ternura infinita y me asió por mis hombros. Al sentir sus manos sobre mí, me estremecí:
-Tío…
-¿Qué, sobrino?
-Menos mal que me estás sosteniendo, porque mis piernas se están aflojando.
-Pues aquí estoy yo, Pablito, déjate caer si quieres.
Sí. Me dejé caer al suelo, y tío Alberto se sentó junto a mí, y ambos miramos hacia el árbol que teníamos a apenas diez metros frente a nosotros.
-Allí está. Es toda tuya – me dijo.
-¿Cómo es posible? – balbuceé con lágrimas en los ojos. Las palabras me salían extrañas, como entrecortadas por la inmensa emoción.
-Yo mismo dí órdenes desde España a Don Artemio para que la cuidase. Y ya ves. Está allí, como siempre.
-¡La casita del árbol!
-Sí, sí. Nuestra casita del árbol.
-Entonces – dije entre risas y lágrimas – ¡En todos estos años, estuvo siempre ahí!
-¿Pero tú qué crees, gilipollas, que yo iba a hacer una casita del árbol así nomás? ¿No sabes que cuando hago las cosas las hago muy bien? Vamos, que eres un irrespetuoso, que…
-Presumido – le dije, sin dejar de mirar la casita en lo alto –Sí, ya lo creo que la hiciste bien. La hiciste perfecta ¿ahora quién te aguanta?
-Tú – respondió, dándome un beso en la mejilla – Pero vamos, ¿quieres subir y verla por dentro?
Recobré las fuerzas, y salté de alegría en dirección al árbol. Ahí estaba su escalerita, firme, como antes. Mi tío me siguió, subiendo tras de mí.
-Eran 21 escalones – dije alborozado.
-Los veintiún están.
La casa aún dominaba el sitio desde sus cuatro metros de altura. Me quedé mirando la inmensidad del campo desde su pequeña terracita, apoyado en la barandilla hecha de troncos más pequeños.
-Sí, querido, sigue aquí. Tan sólida como antaño. Pero entra, entra… verás que no miento.
-Tío… está intacta. Está igual que cuando veníamos a jugar aquí.
-Sí. Don Artemio barnizó sus paredes y pisos, reparó los techos, y cambió las vigas podridas. Hizo todo lo que le pedí, y yo quise venir antes que tú para ver que todo hubiera quedado como entonces.
-¡Tío! También están las lámparas a kerosene. ¿Te acordás?
-Claro… las noches que habremos pasado aquí.
-Las ventanas están perfectas – dije, abriendo una de ellas. Tío Alberto, me observaba, feliz, agachado desde el umbral. La casita no era muy alta, ni muy grande, su enorme cuerpazo siempre había tenido problemas para estar allí.
-Y aquí está el baúl. Ábrelo.
En un rincón, como siempre, estaba el baúl donde guardábamos cosas. Allí estaban algunas mantas, toallas, jarras, vasos, algunos platos, un calentador, y también herramientas.
-¡Mi cuchillo de asta!
-También está aquí, Pablito, ¿o pensabas que podía faltar?
-Tío, me vas a hacer llorar, de hecho, ya estoy lagrimeando…
-Ahora ¿quién es el maricón?, déjate de joder, hombre.
-Lo decís porque vos también te vas a largar a llorar.
-Bobo. Bueno, qué dices… ¿Te gusta?
-¿Qué me preguntás, tío? Este es un lugar que atesoraré siempre, y…
De pronto mi rostro se ensombreció.
-¿Qué te pasa, hijo?
-Nada. Nada… es sólo que…
-Entiendo. Es por la venta de la estancia ¿verdad?
No me pude contener más… y abracé a mi tío, dejando correr las lágrimas.
-Vamos, vamos. Todavía falta mucho para eso.
Pero yo no tenía consuelo. Me aferré a ese hombre y lloré todo lo que no pude llorar con él en su ausencia. Él me apretó contra su torso desnudo. Nuestros pechos se confundieron en uno solo, y de pronto sentí una intimidad única al sentir su calor fundido con el mío.
-Ven – me dijo, enjugando mis lágrimas con sus manos – vamos a descansar un rato. Creo que hemos tenido muchas emociones juntas.
-Sí, tío. Perdona, yo no quería ponerme así, no sé que me pasó.
-Ya. Ven aquí – y sacando una manta del baúl, la extendió en el rústico piso.
-¿No estás contento acaso de que la casita siga en pié?
-Claro, tío. Estoy feliz. Vos sabés lo que significa este lugar para mí.
-Sí, lo sé.
-Aquí… - respiré hondo, aún convulsionado por los espasmos del llanto – aquí, yo…
Mi tío se quedó callado, atento a mi respuesta. Yo proseguí, sin animarme aún a confiarme totalmente:
-Aquí, simplemente fui muy feliz. Nadie, escuchame bien: nadie, pero nadie más en mi vida, me hizo un regalo como éste. Yo no era un niño infeliz, por cierto, siempre tuve juguetes y esas cosas… pero, tío, vos no tenés idea de lo que yo sentí cuando me hiciste esta casita. Era para mí, sólo para mí, y no fue como un juguete más. Significó el lugar donde yo, además, tenía a un amigo, a un padre que estaba conmigo, y me dio todo el tiempo que pudo de su vida.
-Perdona, Pablo.
-¿Perdonarte?
-No sabía que esto te iba a afectar tanto… yo…
-Pero tío – dije, sonándome la nariz – no estoy mal. ¡Estoy feliz!
-Debí pensar que serían muchas emociones para tí.
-Oh, sí, lo son. Pero ¿sabés?, reencontrarlas, después de haberlas dejado tanto tiempo dormidas, es algo muy bueno. Y estuvieron dormidas aquí mismo – dije, afirmando mi mano en el piso de madera – Ahora las has despertado para mí, tío. Gracias por esto.
Nos quedamos recostados en la casita, mientras tío Alberto me sostenía entre sus brazos, acariciándome paternalmente el pelo cada tanto.
Cuando volvimos a la casa para almorzar, estábamos exhaustos. Al menos yo, claro. El día pasó tranquilo, y con tío Alberto seguimos recordando cosas y gentes. A media tarde, él se tuvo que ir al pueblo para gestionar cuestiones laborales de los peones de la estancia. El pueblo no quedaba cerca y me dijo que no lo esperara a cenar. En efecto, llegó después de que yo había comido. Yo ya estaba en la cama cuando escuché que subía a su cuarto. Quise saludarlo y fui a golpearle la puerta.
-Adelante, Pablo ¿eres tú?
-Sí, soy yo. ¿Cómo estás?
-Muy bien. Feliz de tenerte aquí. Pero acércate, no te quedes ahí parado, hombre.
La habitación era enorme. Tío Alberto estaba en su cama, aquella cama de bronce en la que mi niñez se había empeñado en descubrir monstruos o ángeles por entre los bajorrelieves de sus espaldares. Viejos retratos adornaban las paredes. Siempre habían estado allí: rostros mudos pero hablando en silencio. Cortinados pesados y techos tan altos, que hasta habían producido vértigo en mi infancia más remota. Mi tío, sentado con varias almohadas detrás de su espalda, leía un libro con sus lentes puestas. Me senté a su lado y los besé en la mejilla.
-¿Todo bien en el pueblo?
-Bueno… sí… pero no te voy a hablar de esas cosas. ¿Cómo has estado?
-Muy bien. Quería pasar a saludarte antes de dormirme.
Me miró tiernamente, con una franca sonrisa. Yo también lo miré. Tenía puesto un pijama viejo y anticuado.
-¿Qué llevas puesto? – dije socarronamente.
-¿Qué tiene de malo? Era un pijama de tu abuelo.
-¿Del abuelo? – reí a carcajadas.
-Sí. Me queda un poco chico, pero yo he olvidado los míos. Y siempre duermo con pijamas. No como tú, con esa… ¿como se dice? “remerita”.
-Al fin dijiste algo en argentino, tío, ¿ves? Tan gallego no has quedado.
-Eres un capullo.
Volví a desternillarme de risa.
-Más respeto, más respeto…
Sí. El tío siempre había tenido esos comentarios. Era un poco chapado a la antigua. Y le gustaba mucho atesorar recuerdos de familia.
-Ya verás cuando tú seas viejo.
-Tonto, te entiendo más de lo que tú crees. Te gusta dormir aquí, ¿no?
-Claro que sí. Aquí dormía tu abuelo.
-Sí, lo sé. Venía aquí a esconderme a menudo, cuando mamá quería que fuera a bañarme. A mí me gustaba bañarme con vos, en la laguna. La bañera me parecía muy aburrida.
-Bueno, siempre fuiste un poco salvaje.
-A quién deberé eso ¿no?
-¿No tienes sueño?
-No. Ah… disculpame… vos debés estar cansado.
-Sí. Pero tampoco tengo sueño.
Nos quedamos un rato en silencio. Después, volviendo a mirar su pijama entreabierto, me fijé en esa mata de pelos blancos.
-Antes tenías pelos muy negros. Ahora los tenés más largos ¿no?
-No sé, tal vez – dijo abriéndose el pijama y estirándose los pelos con la mano.
-Yo siempre me maravillaba con tus pelos.
-Sí – rió – y ¿recuerdas?, te los quedabas mirando y jugando con ellos por horas.
-Me gustaba hacer eso.
-Y me preguntabas: ¿tío, yo también voy a tener pelos así cuando sea grande? Claro, todos los niños preguntan eso. Yo te respondía: ¿Tú qué crees? Me mirabas angustiado: No, jamás voy a tener pelos así.
-Era verdad.
-No creas, lo tienes en los genes, sobrino, mírate ahora. Anda… que tienes unos pelos. ¿A ver? – dijo, subiéndome la remera hasta el cuello.
-Bueno, tengo algunos pelos.
-Qué va, hombre… eres un mono – me dijo, hundiendo su mano entre mis pelos.
-También te preguntaba si mis tetillas iban a crecerme y ponerse tan redondas como las tuyas.
-¿Ves que sí? Tienes unos pezones muy grandes ahora. Y bonitos – dijo, rozándolos con sus dedos.
-Pero vos me ganás.
-Qué quieres, hombre… siempre fui un poco tetón. Ya me conoces.
Estiré mi mano, sonriendo, para sentir otra vez los pelos de mi tío entre mis manos.
-¿Qué haces?
-¿Puedo?
-Claro, chaval. Siempre te dejaba hacer eso cuando pequeño. Sigue.
Mis manos siguieron acariciándolo. Me hundí en esa maraña canosa, mientras él me miraba complacido. Entonces, para que mi mano pudiera recorrer su pecho sin obstáculos, se desabrochó otros botones más. 
Miré sus suculentos y rojos pezones, sintiendo un extraño efecto de placer. Pasé la mano sobre ellos, algo temeroso, y la sensación fue tan hermosa que me animé a tocarlos un poco más. Sus pechos eran blandos y suaves. No como los de una mujer, por cierto, pues se sentía la firmeza de una corpulencia otrora juvenil. Seguí pasando la mano por ellos y finalmente mi tío desabrochó los últimos botones de su pijama.
-Pablito, qué masaje tan placentero me estás dando.
-¿Te gusta? Ponete cómodo, entonces.
Él se recostó un poco más, abriéndose bien el pijama.
-Cuando yo era chico, te gustaba que te hiciera masajes.
-Sí, disfrutaba cuando tus manitas me acariciaban. Eras un pillo. A veces, con el pretexto del masaje, te metías en otras partes – me decía sonriendo, con los ojos semicerrados.
-¿De veras? No recuerdo eso – dije, e instintivamente fui llevando mis manos por el camino de pelos en el centro de su torso, en dirección a su panza.
-Sí. Tú te reías mucho cuando llegabas a… bueno… tú sabes.
-Era un juego inocente… me divertía hacerlo.
-Desde luego, hombre. Pero bien que te gustaba toquetearme. Cuando yo te decía algo… me dabas un tirón en los pelos de allí abajo.
Mientras lo escuchaba, yo iba recordando. Mis manos seguían frotando su peluda panza, y bajaba aventurándose, como aquellos días, hacia las zonas más íntimas de su cuerpo.
-Pero a vos te gustaba también ¿no es verdad?
-Sí. Tenías una forma de palparme que era una delicia.
-¿Cómo ahora?
-Sí. Tampoco en eso has cambiado.
-Lo recuerdo bien ahora, tío – dije, bajando aún más mis manos.
-Podías estar horas y horas jugando a los masajes.
-Te relajaba, ¿verdad?
-No sólo eso, a veces me hacías entrar en un estado de sopor… y me dormía como un lirón.
Mis manos se toparon con el cordón del pantalón del pijama. Cuidadosamente lo fui aflojando y bajé un poco la tela. Mi mano no pudo resistir meterse en la cada vez más frondosa vellosidad. A medida que mis manos se trenzaban en esos pelos blancos, mi mente iba recordando más y más. Recordaba lo mucho que me gustaba tocar y mirar a mi tío. Me fascinaba su cuerpo, y me intrigaba a la vez. Sí, no solo recordaba eso, sino que lo iba viviendo otra vez, con la misma fuerza que entonces. Bajé un poco más el pantalón del pijama y avancé perezosamente con una mano. Mis dedos se toparon de lleno con el pelo púbico de tío Alberto. Empecé a respirar más hondamente. Mi otra mano seguía entre el valle de sus pectorales, frotando suavemente la zona, buceando en las profundidades de ese mar de vello. Entonces sentí ¡ah, qué recuerdo!, el tronco pesado y dormido del pene de tío Alberto. Miré su rostro, él sonrió, sin abrir los ojos. Yo también sonreí, ganado por la ternura y seguí avanzando un poco. Pude atrapar uno de sus grandes testículos. Toda la zona era una selva de pelos, oscura, mullida y cálida.
-Ah… el mismo pillo de siempre – susurró con los ojos cerrados.
-Era mi juego preferido cuando te hacía masajes.
-Y siempre terminabas por agarrarme los cojones – rió dulcemente.
Entonces llevé mi otra mano, perdiéndola bajo la tela del pijama. Palpé suavemente el falo en reposo. Sí, también recordaba que era inmenso. Tío Alberto sonrió como si estuviera gozando un placer olvidado. Yo exploré su pelvis más entusiasmado aún. Al hacerlo, el pantalón bajó un poco más, y mientras seguía tocándolo, parte de su miembro se mostró ahora ante mí. Bajo mis manos, el voluminoso pene pareció estremecerse y creí sentirlo un poco más grande, aunque seguía semicubierto por la tela del pijama.
-¿Pero qué haces, hijo?
-Nada, tío… recordando.
-Eres un guarro… te gusta tocar la polla de tu tío…
Sí. Tenía razón. De pronto me di cuenta que estaba gozando toda la situación… a tal punto que…
-¿Te pasa algo, Pablo? – me preguntó tío Alberto.
Me pasaba que tenía una erección bajo mi pantalón que me avergonzaba por completo. No supe cómo ocultar el bulto que tenía. Cuando tío Alberto me miró, inventé lo primero que se me ocurrió.
-No, no me pasa nada… solo que… me dio un poco de frío.
-¿Has visto? ¿No sabes que aquí las noches son muy frías? Y tú con esa “remerita”. Pero, ven, entra en la cama, hijo.
-Pero…
-No me vas a venir ahora con que te da vergüenza, ¿no? Ven, cúbrete con la manta, que esta cama es muy grande.
Le obedecí, cuidando ocultar mi dureza entre mis piernas. Me tapé rápidamente con la manta. La verdad es que allí se estaba muy bien. Mi tío me atrapó con su brazo y me atrajo hacia su pecho, frotándome un poco la espalda. Yo cuidaba que la erección no chocara contra su cuerpo. Lo abracé recostándome sobre él, de todos modos. ¡Eso me gustaba tanto!
-¿Mejor?
-Sí, tío, gracias.
-¿Quieres quedarte a dormir conmigo?
-No sé… ¿no te voy a molestar?
-No, qué va… ¿te acuerdas cómo venías a mi cama cuando había viento?
-Sí – reí, mientras él me arropaba bajo las sábanas.
-Venga, apaguemos la luz. Tus masajes me han relajado por completo, sobrino. Ya te lo decía yo… si tienes una mano que…
-Mañana puedo seguir.
-Claro, claro. Duérmete. Hasta mañana.
-Hasta mañana, tío.
El calor y la proximidad del cuerpote de mi tío me excitó más, en realidad. Tardé en dormirme, porque en la cabeza no podía dejar de pensar en todo lo que acababa de experimentar. No podía quitarme la imagen de ese velludo cuerpo bajo mis manos… y la textura deliciosa de su sexo adormecido. Todo era un juego, pensé, pero un juego que había despertado sensaciones dormidas y deseos muy fuertes, que empezaban a aflorar de manera incontenible, irremediable. Por fin me dormí, abrazado a mi adorado oso.

***

A la mañana siguiente, sentí la voz sibilante de mi tío cerca de mi cara, despertándome.
-¿Piensas ir de campamento hoy?
-¿Mmm…? ¿Qué decís?
-¡Por la tienda de campaña que tienes ahí, hijo! – vociferó a carcajadas.
Abrí los ojos y reparé en el bulto que tenía. La erección seguía allí, bajo las sábanas, más evidente que nunca. Me puse rojo como un tomate y me dí la vuelta poniéndome boca abajo y tapándome la cabeza con la almohada.
-Ah, qué calentón, sobrino. Pero eres como yo, no te preocupes. A mí también me pasa eso, claro que no todos los días, como cuando tenía tu edad. Vamos… no tengas vergüenza de tu tío – me gritó, y me palmeó fuertemente en el trasero, y sin parar de reír continuó diciendo, amasando mis nalgas: – A ver… muéstrale a tu tío el aparato que cargas… vamos…
-Basta, tío… no seas pesado…
-¿Pesado yo? Ah, ya verás – dijo, y tomando las mantas, las apartó destapándome por completo.
-Sí, sos un hincha pelotas y un pesado… salí… dejame dormir…
-No le hables así a tu tío, niñato irrespetuoso – y tomándome por el pantalón, me lo bajó dejando mi culo al aire. Me dio una palmada tan fuerte que me hizo doler de verdad.
-¡Ay…! ¿Qué hacés? – grité, volviéndome hacia él.
-Dándote tu merecido – dijo riendo - ¡Hala! ¡Hora de desayunar!
Como vio que yo insistía por subirme el pantalón, entonces me ayudó a cubrirme, acariciándome dulcemente. Sus manos calientes me estremecieron. Se quedó pasando su mano por mis nalgas durante un rato, caricia que repercutió directamente sobre mi pene erecto, debajo de mi cuerpo. Involuntariamente mi pelvis se movió y froté mi sensibilizado sexo en las sábanas. Enseguida, y por fortuna, tío Alberto se levantó y se fue, de lo contrario habría llegado al orgasmo.
Me di una ducha y me vestí con ropa liviana, pues el día estaba caluroso. Desayuné solo porque tío Alberto ya estaba trabajando en el escritorio. Me llevé entonces el café a la sala, y estuve husmeando entre sus estantes. Había una colección de discos de vinilo, y seleccioné uno para ponerlo en el viejo equipo de música. Funcionaba perfectamente. Me senté en el sofá a disfrutar de la música, dejando fluir imágenes y escenas sucedidas en aquella quieta sala.
Tan absorto estaba, que no sentí cuando tío Alberto entró a la habitación. Vino por detrás del sofá y se agachó hasta mí.
-Hola – me dijo, sobresaltándome suavemente. Sonreí, dejando la taza vacía sobre la mesita.
-¿Terminaste tu trabajo? ¿Qué hacías? ¿Escribías?
-Sí. Mi nueva novela.
-Es lógico. Eres escritor.
-¿Ah, sí? Gracias por la novedad.
-De nada. ¿Y de qué trata?
-Hum… por ahora son bosquejos… y tampoco quiero contarte demasiado… ya lo sabrás a su tiempo…
-¿Cuándo la termines?
-Puede que sí.
-¿Me la mandarás desde España?
-Puede que sí.
-¿Me va a gustar?
-Puede que sí.
-Tonto. Cuando no querés hablar de algo, te ponés tonto.
-Vamos, ven aquí – me dijo acercándose por detrás del respaldo del sofá, y rodeándome cálidamente entre sus brazos. Su bigote me rozó el cuello y la mejilla, mientras empezaba a darme besos cortos en la cara, y me dijo con una voz dulcísima: – ven, que ya te estaba echando de menos.
Me abandoné al calor de sus caricias. Me sentía increíblemente bien en sus brazos. Apoyé mi cara en la de él, buscando su contacto. Su piel despedía un riquísimo aroma a agua de colonia. Sujeté sus brazos entorno a mí, como queriendo adueñarme de ellos. Y así, nos quedamos un momento, extáticos los dos, en plena comunión de nuestro afecto.
-¿No quieres ir a la laguna? – me dijo.
-¡Por supuesto que quiero!
-El día está muy caluroso, podemos tomar un baño y pasar la tarde allí.
-Y hacer una siesta en la casita del árbol.
-Lo que tú quieras. Josefa nos ha preparado unos emparedados, frutas, y llevaremos unas cervezas frías.
-Pensaste en todo, viejo astuto.
-Alguien aquí tenía que ser el que pensara, ¿no?
-No cuentes conmigo - bromeé.
-Voy a ponerme otra ropa, en seguida vuelvo y salimos.
También yo subí a cambiarme. Me tomó unos minutos. Me puse una camisa de mangas cortas y un pantaloncito corto. Pensé en llevar un buen repelente para los insectos, pero no sabía dónde podría estar guardado. Salí hacia la habitación de tío Alberto para preguntarle. La puerta estaba entreabierta así que entré.
-Permiso… tío, ¿no sabés dónde…? – dije entrando a la habitación. Pero el tío no estaba allí. Miré hacia la puerta del baño que estaba entreabierta, y me acerqué. Y lo que vi me dejó inmóvil. Tío Alberto estaba de espaldas a mí, completamente desnudo.
Retrocedí instintivamente, impresionado, y amagué a retirarme. Pero algo dentro de mí me detuvo y mis ojos volvieron a mirar la desnudez perturbadora de mi tío. Estaba acomodando la ropa que se iba a poner. Su amplia espalda, ensanchada a la altura de los hombros, tenía una complexión sólida y maciza. Su cintura no se estrechaba, sino que la corpulencia continuaba hacia su trasero enorme y sus piernas velludas. Mi visión se estancó en sus nalgas fuertes y redondas que atrapaban toda mi atención. Los pelos le nacían algo más oscuros y largos en las nalgas, acentuándose en esa línea profunda que marcaba el valle de su trasero. Llevé instintivamente una mano a mi bulto, que comenzaba a agrandarse. Pero me avergoncé de hacerlo. Respiré hondamente y me alejé, saliendo de la habitación y ensimismado en un montón de confusos pensamientos.
Habría querido ver más, espiar en toda su intimidad, y no solo eso. Comprendía que ese hombre, al que adoraba como un padre, ejercía sobre mí una atracción sensual y turbulenta. Intuí que siempre me había pasado eso desde mi más tierna infancia, sólo que ahora, en mi adultez, me daba cuenta de que por ello, un alerta rojo se apoderaba de mi razón y de todas mis convicciones como hombre. Bajé las escaleras, intentando poner un poco de calma a mi conciencia y a mis sensaciones, y esperé a mi tío en la galería de la casa.
Tío Alberto salió, vestido con una blusa liviana, traje de baño, y llevando un bolso con todo lo que hacía falta. Le pregunté por el repelente, pero él ya había pensado también en eso.
Camino de la laguna, bordeando el arroyo, vimos que el cielo empezaba a cerrarse de nubes.
-¡Joder!, tan bonito que estaba el día…
-Sigue siendo bonito, tío. Nada más que estará un poco nublado.
-Tienes razón. Los días grises también son muy bellos, aunque…
-No muy buenos para ir a nadar – dije, y volviendo al tema, le pregunté: - ¿No me contarás de qué trata tu nueva novela?
-Ni pienso.
-¡Oich! Está bien… hay otros escritores… ¿a quién le interesa tu novela...? leeré otras, hay tantas…
-Como quieras. Pero te aseguro que esta novela te interesará mucho – me dijo sonriendo.
Cuando llegamos a la laguna, el calor era agobiante, pero el cielo se había oscurecido y nublado totalmente. Mi tío se quitó la camisa y me ofreció nuevamente el hermoso espectáculo de su pecho exuberante y peludo. Lo miré, deslumbrado. En mi interior ya no podía reprimir la atracción que sentía. Me miró, intrigado, y me dijo:
-¿Pero… qué te quedas ahí mirando? ¿No te vas a quitar la camisa?
-Estaba viendo lo hermoso que estás.
-¿Qué?
-Que estás mucho más lindo ahora que cuando eras joven.
-“Soy” joven, so cabrón. Ya quisieras tener tú este cuerpo tan atlético – dijo riéndose de sí mismo.
Me quité la camisa y me acerqué a él. Miramos hacia el cielo, y un trueno nos anunció la inevitable lluvia.
-¡Pero qué mala suerte. Se nos ha arruinado el día de campo!
-Aquí todos los días son días de campo, bobo.
-Vale – dijo riendo – me había olvidado de que estamos en el campo.
Me acerqué más, como si no pudiera evitarlo, y lo abracé, dándole un beso en la frente. En ese momento empezaron a caer unas gotas pesadas y grandes.
-Ah… ya ha empezado a llover – me dijo, extendiendo la mano y mirando hacia las oscuras nubes.
Las gotas eran frías, casi heladas, y pronto formaron una cortina de agua tupida. El cielo se había ennegrecido por completo y todo se hizo más oscuro. Relámpagos y truenos empezaron a escucharse a lo lejos.
-Ay, sobrino. Esto viene fuerte. Vamos, recoge todo, vamos.
-¿Adónde?-¡A la casita, claro!
El agua nos empapó en pocos minutos y corrimos a través del monte en dirección a la casita del árbol. Una brisa fuerte cambió repentinamente la temperatura y la lluvia fría nos hizo tiritar. Llegamos calados hasta los huesos y subimos la escalerita temblando de frío. Entrar a la casita me hizo sentir inmediatamente muy bien.
-Cierra las ventanas, anda – dijo tío Alberto, cerrando la portezuela y acomodando las cosas del bolso en un rincón. Yo estaba tiritando. Entonces él sacó la manta y unas toallas del baúl y me envolvió con una de ellas – toma, que si no cogerás un resfriado, hijo.
Tío Alberto me envolvió con la toalla y empezó a sobarme vigorosamente la espalda para que entrara en calor. Él también se cubrió con una, pero no dejó de ocuparse de mí. Me restregó fuertemente la cabeza, secando mis cabellos mojados.
-¿Tienes frío? – me preguntó.
-Un poco… - contesté, pero sintiéndome bastante mejor.
-Bueno, no es más que una lluvia de verano.
-Que según parece, no se detendrá pronto.
-No. Tenemos lluvia para rato, espero que el techo aguante…
-Claro que sí. Es un refugio perfecto. ¿Te acordás, tío? – continué, mientras él no dejaba de frotarme la espalda – aquella vez también estaba lloviendo.
-¿Aquella vez?
-Sí. Una tarde, “esa tarde” en la que tuvimos que quedarnos aquí hasta que parara de llover.
-No, no recuerdo.
-Yo, sí. Perfectamente. Fue un día que nunca olvidaré. Me enseñaste algo que marcó el final de mi niñez.
-Caramba…
-¿Tenés hambre?
-No. ¿Y tú?
-Tampoco, pero podríamos abrir unas cervezas.
-Vale. Pásame el bolso térmico.
-Pondré la manta.
-Pero no te quites la toalla.
-No, tío – dije, tomando la cerveza que me alcanzaba. Bebimos, después de un brindis chocando las pequeñas botellas.
-¿Oye, te vas a dejar la barba? – me preguntó, viendo mi cara sin rasurar.
-No sé. Tal vez. Lo que pasa es que no tuve ganas de afeitarme, y me crece muy rápido. ¿Te acordás cuando me diste una lección de cómo afeitarme? – largué una carcajada – tenía apenas tres pelos, pero yo me sentía como un rabino.
-Sí. ¿Era eso? Te acuerdas de cuando te enseñé a afeitarte ¿Por eso decías que …?
-No, tío. No dejé se ser niño cuando me afeité esa incipiente barbita, no. Yo hablaba de aquella tarde, cuando te empecé a preguntar sobre temas sexuales.
-¡Allá vamos! ¡Cómo si hubiera habido sólo un día en especial! Hijo: que tú me preguntabas de sexo todos los días, joder. Y cuando ya eras un muchachito, más todavía.
-Sí, pero aquella tarde, no sólo fue que contestaste mis preguntas… ese día, aquí, refugiados de la lluvia que no paraba nunca, como hoy, no te quedaste sólo en la parte teórica, sino que también me diste ejemplos prácticos.
Tío Alberto abrió los ojos como platos. Después, sonrió tiernamente.
-Por todos los santos, hijo. Sí, sí, recuerdo perfectamente. Muchas veces me mortifiqué con culpas por lo que había pasado ese día.
-¿De veras?
-Sí, Pablito.
-Pero… si fuiste un maestro excelente.
-Bah, excelente… al menos quise ser muy cuidadoso. Pues tú sabes cuanto yo te he querido siempre. Pero a veces algunas cosas no se entienden muy bien cuando se es niño. Y un mayor no siempre se hace entender claramente.
-Ahora soy adulto, y entiendo todo perfectamente.
-Qué gilipollas eres, sobrino. Claro que entiendes. Y yo también, pero te repito que a veces, aunque uno ponga la mejor intención, las cosas no tienen el destino deseado. Y mi intención, mi deseo más profundo era enseñarte y que fueras aprendiendo sobre la vida de la manera más natural posible.
-No te preocupes. Siempre me enseñaste todo muy bien. Aunque te hubieses equivocado, pongamos el caso, siempre te habría salido todo muy bien conmigo, ¿y sabés porqué?, justamente por lo que acabás de decir: me querías mucho, tío.
-Eras un chaval lleno de curiosidad. Y muy inteligente. Me dejaste mudo cuando viniste y directamente me pediste que te enseñara a… ¡masturbarte!
Reí con ganas. Tío Alberto puso una cómica expresión, mirando al horizonte, como buscando los recuerdos que salían solos y frescos.
-Al principio no supe que decirte, pero ¿cómo iba a explicarte eso? Si ni sabía por donde comenzar, coño.
-Y vos me quisiste explicar con una banana – dije, y los dos rompimos en carcajadas – y… y… entonces, empezaste a pajear a la pobre fruta, dándome explicaciones científicas, dignas de una cátedra de facultad.
-Y tú… - continuó, tomándose la barriga sin parar de reír – y tú… con una cara de gilipollas, me mirabas con los ojos así, entonces preguntabas… “¿Pero cómo?, ¿pero porqué?, ¿y qué pasa después?”
-Yo sólo veía una banana, y un tío muy confundido. Nunca te había visto tan nervioso.
-Joder… ¿y qué querías?, además… eras tú el que me ponía nervioso… cada vez entendías menos, y yo, en un momento me dije: “No. Es que esto no funciona, me parece que no estoy siendo muy didáctico”.
-¿Te parecía? ¡Menos mal! – reí estridentemente.
-Así que claro… me dije “tenemos que cambiar el método pedagógico” – dijo, calmando poco a poco su risa. Yo también fui parando de reír. Los dos teníamos los ojos húmedos de tanta carcajada. Nos recostamos sobre la manta y unas almohadas que había acomodado tío Alberto. Como dando tregua a los recuerdos, me miró y me preguntó:
-¿Estás cómodo así?
-Más o menos.
-Entonces ven – me dijo, y él se apoyó contra la pared, y me tomó de los hombros, acomodándome entre sus piernas, de manera que mi espalda quedó recostada sobre su pecho – Así, así, como cuando eras un niñato.
Tío Alberto me abrazó desde atrás. Su torso y panza eran como el respaldar de un sillón y la sensación fue completa cuando me quedé entre sus dos piernas flexionadas a cada lado de mi torso.
-Ahora sí. Estoy muy cómodo… - le dije - ¿pero vos también?
Sin contestarme, siguió recordando.
-Fue así que pasé a la segunda etapa – me dijo, ahora con la voz mucho más calma y desde su sonrisa más dulce. Yo sentía el calor de su aliento en el flanco de mi cara y cuello. ¡Qué inigualable sensación! El ruido de la lluvia y algún que otro espaciado trueno hacía más placentera esa intimidad entre los dos.
-¿Recordás entonces lo que pasó? – le pregunté, mirando al vacío, como buscando la imagen en el pasado.
-Sí. Como tú seguías sin entender, de pavote que eras, nomás, te dije que te iba a explicar mejor para que te hicieras una idea de la cosa.
Ante ese recuerdo, mi panza se estremeció, y algo en mi interior vibró de una manera alarmante. Continué:
-Y entonces me dijiste que cada vez que quisiera hacerme una paja, lo iba a saber claramente porque mi pito se iba poner duro y mucho más grande.
-Claro – sonrió mi tío - ¿no tenía un buen punto para comenzar?
-Excelente, ni el mejor sexólogo lo hubiera pensado así.
-Y tú me dijiste que tu pitito se te ponía duro siempre, todos los días. Ah, Pablo, me daba tanta ternura oírte hablar con toda la inocencia del mundo…
-Te pregunté “¿Y a vos se te pone dura?”
-“Claro”, te dije, “y cuando eso nos pasa a los hombres es muy bonito, porque empezamos a sentir cosas que nos dan mucho placer”.
-Sí, me acuerdo, tío. Y yo te miraba interesadísimo.
-Y me dijiste “Tío Alberto, entonces tu pito debe ser enorme, porque si a mí se me pone grande, el tuyo debe ser así”, y pusiste las manos tan separadas que me eché a reír. Entonces te dije que sí, que mi pito era grande porque yo era grande, pero no tanto como creías. Y que tu pito iba a crecer mucho más cuando fueras un hombre.
Yo estaba rememorando todo nítidamente, y parecía estar viéndolo todo como en una película. Tío Alberto me empezó a acariciar el pelo, algo que siempre le había gustado hacer. Yo me quedé recostado en él, y escuchaba como su voz se hacía cada vez más dulce y suave. Se reía con cada imagen recordada, y cada tanto sus labios rozaban el costado de mi frente o se acercaban a mi oreja para hablarme aún más cariñosamente. Él siguió:
-Tu carita me miró a los ojos, y después bajó hacia mi bragueta – me dijo sonriendo – estabas intrigadísimo, nunca habías visto el pene de un hombre adulto. Yo sabía lo que vendría y naturalmente te pregunté si querías verlo.
-¡Sí! – dije casi como un reflejo – contesté que sí, y entonces te abriste el pantalón y sacaste afuera esa boa pitón.
-Muchacho, no exageres.
-Tío, para mí fue algo impresionante. No sabés el impacto que me causó verte la pija.
-Sí, estabas con los ojitos como platos. Me preguntaste asombrado “Ah, ya la tenés dura”. Y yo te contesté que no. Que estaba dormida.
-Es que para mí era tan grande, que pensé que tenías una tremenda erección.
-Cuando te dije que no estaba dura, no podías creerlo.
-Claro, te dije que si todavía se iba a poner más grande cuando se endureciera… entonces eso iba a ser gigantesco.
Al volver a esa imagen, mi sexo comenzó a despertar. Recordé la impresión de aquella visión: mis ojos recorrieron entonces ese tronco carnoso y le pedí a mi tío que se abriera más la ropa para verlo mejor. Los negros pelos de su pubis surgieron entonces como una selva espesa, rodeando el miembro y continuándose por debajo. Las pelotas le salieron hacia afuera y colgaron desde el borde de la bragueta abierta.
-Entonces, con toda tu juvenil sabiduría, me dijiste: “Tío, creo que es el momento de hacerme una paja, porque siento que mi pito se puso duro”. Hice muchos esfuerzos por contener la risa, que hubiera sido muy inoportuna, claro. Te dije “Adelante, sobrino, estamos entre hombres”.
-¡Cómo me gustó que dijeras eso! Y así me hiciste sentir: como un hombre. No tuve nada de vergüenza cuando me bajé los pantaloncitos y te mostré mi pito paradito. Y ahí estábamos los dos con las pichas afuera, mirándonos mutuamente. Me dijiste: “es bastante grande”. Te dije que no tenía casi nada de pelos…
-¿Ves cómo tenía razón cuando te dije que después te ibas a llenar de pelos ahí?
-Sí.
-Luego me miraste como preguntando ¿y ahora qué hay que hacer? Te dije que rodearas tu pito con tus manos y empezaras a subir y bajar. Pero no lo hacías muy bien.
-Y te pedí que me mostraras como lo hacías vos. Me dijiste “así”, y empezaste a pajearte. Yo intentaba probar con mi pito, pero estaba muy concentrado en como lo hacías vos. Tu pene empezó a agrandarse y eso me daba mucha curiosidad. Te pedí por favor que me dejaras tocártela. Al principio no quisiste, pero yo insistí.
-Siempre has sido muy testarudo y terminabas por obtener lo que querías, si lo sabré yo.
-Qué raro y qué lindo era a la vez, sentir ese palo en mis manos. Era tan grande que apenas lo podía abarcar. Y me dijiste “Sobrino, si seguís así, vas a hacerme acabar”.
-“¿Qué es acabar?”, me preguntaste. Y yo te dije que lo ibas a saber muy pronto. Porque cuando eso pasaba, a los hombres nos salía una leche espesa que se llama semen.
-Me acuerdo, claro, me dijiste: “A los hombres nos pasa eso. Y cuando de tu pito salga semen, serás un hombre entonces”.
Recordaba todo muy bien, como si hubiera sido vivido el día anterior. Sí, mi tío Alberto, ese hombretón peludo agazapado frente a mí, mientras dejaba que toda mi curiosidad de niño se abriera paso como fuere. Me parecía estar viéndolo: recordé cuando entonces su miembro estuvo en su mayor tamaño, y mis manitos sintieron la dureza y peso de su grosor, a la vez que la suave piel que lo recubría me acariciaba dócilmente. Al repasar esas escenas, sentí mi respiración agitada, y empecé a temblar.
-¿Pablo, qué hay, tienes frío?
Pero no, no tenía frío. Mi temblor era por pura excitación. Ya tenía una erección que me dolía debajo de mis pantaloncitos. Le habría dicho a mi tío de buena gana, como antaño, “creo que es momento de hacerme una paja”. Jamás me hubiese animado, pensé.
Instintivamente, me cubrió aún más con su cálido cuerpo y sus manos se quedaron sobre mi pecho desnudo. Ese contacto entrecortó mi respiración, y sentí una sacudida en mi pene, seguramente seguida de una secreción que mojó mi glande.
-¿Te acuerdas como tu manita me exploraba todo lo que encontraba a su paso?
-Sí, tío, claro. Nunca te lo pregunté, pero… ¿te gustó eso?
-Si nunca me lo preguntaste, ¿por qué me lo preguntas ahora?
-No sé. Supongo porque no tengo temor a la respuesta.
-Qué inteligente eres, sobrino. Pues sí, yo creo que antes no hubiera estado preparado para responderte.
-¿Ahora sí?
-Sí. Te puedo decir que me volviste loco con tus manoseos. Cuánta culpa sentí por eso. Pero hoy, a la distancia, lo vivo con más naturalidad.
-Igual que yo.
-Y puedo aceptar que en ese momento, fue como hacer el amor contigo.
Su frase, dicha con tanta llaneza, me tocó, y quedé pensativo un momento.
-Sí. Lo sé. Me dijiste que no me detuviera, que me ibas a enseñar lo que quería decir “acabar”. Y yo, instintivamente seguí bombeándote, cada vez más entusiasmado. Tus enormes bolas colgaban por debajo. Quise tenerlas en mis manos, para saber qué se sentía tocarlas. Hundí mis dedos entre esos pelos largos, y ¡qué bien se sentían esas blandas y suaves pelotas en mis manos!
-Pues cuando hiciste eso, yo ya no pude dar marcha atrás a mi calentura, hijo.
-Estabas tan agitado, me mirabas tomándome suavemente de la cabeza.
-Pero no quería acariciarte, ni tocarte, aunque me moría de ganas – me dijo con la mirada perdida - ¡Pero mira las cosas que te estoy diciendo! Sí, evidentemente, ahora siento que podemos hablar de ello.
-Lanzaste un gemido, y yo me asusté un poco. Pensé que te pasaba algo, o que te había hecho mal, que te dolía. Pero me dijiste que no me detuviera, que ya venía ¿ya venía qué?, me pregunté.
-Y me corrí como un caballo…
-La leche empezó a salir a borbotones y me inundaste las manos. No podía creer lo que estaba pasando. Tu verga, dura como roca, y esos chorros que me hicieron poner los ojos como platos. Cuando te miré, comprendí que te había gustado mucho, y que eso era “acabar”. Fue maravilloso, tío. Cuando la última gotita de esperma había ya salido, te calmaste un poco, y me dijiste que no me asustara. Que habías sentido cosas muy lindas, y que finalmente yo había aprendido lo que era hacer una paja.
-Y cuando te vi, frente a mí, con tu polla erecta, corcoveando y expectante, te dije que era tu turno – continuó diciéndome, pegado a mi cuello.
-Te pusiste como estás ahora. Detrás de mí.
-Entonces te coloqué la mano sobre tu pollita dura. Empezaste a hacer unos movimientos descoordinados. “No”, te dije, “tenés que empezar más suavecito, porque así vas a sentir mejor”.
-Tu mano se amoldó alrededor de la mía, y me fuiste guiando en los movimientos – recordé – Subías y bajabas, haciendo que mi mano se fuera acostumbrando al meneo. Sí. Fue delicioso. Qué bien se sentía. Y nunca había sentido eso.
-Yo, desde atrás, exactamente como estamos ahora, te sujetaba y dirigía el ritmo para que aprendieras a gozar. Creo que en eso fuiste un excelente alumno.
Nos quedamos un momento en silencio. Tío Alberto respiraba más hondamente ahora. Sus manos, calientes y en mi pecho, se habían deslizado como sin querer hasta posarse sobre mis velludos pezones. Casi imperceptiblemente, los dedos fueron rozando y rodeando mis aureolas produciendo la erección inmediata de mis tetillas. Toda la piel se me erizó, y mis pezones, duros y totalmente sensibilizados, se chocaban contra sus toqueteos cada vez más repetitivos.
La voz de mi tío, como venida de un lugar lejano, siguió acariciándome como lo hacían sus manos por mi pecho:
-Tu cuerpo se estremecía protegido por el mío. Y tu polla se puso más dura todavía. Te pregunté: “¿Te gusta?”
-“Sí, tío, me gusta mucho” – respondí mecánicamente, recordando cada palabra.
-Me preguntaste “¿cómo hago para acabar?”. Me reí, para mis adentros, y te dije que no tenías que hacer nada. Sólo sentirlo. Y te abandonaste a mí, fue cuando retiraste tu mano, y dejaste que la mía quedara sobre tu polla calentita. Con todo amor cuidé que cada movimiento mío te proporcionara el mejor de los placeres. Iba a ser tu primer gran placer, y sentía que debía ser…
-…Inolvidable – dije sin dudar – Ya ves, lo fue, y cuando aceleraste tu mano, algo increíble comenzó a pasarme. Pero bueno, uno no puede explicar nunca con palabras lo que se siente en un orgasmo, y sobre todo si es el primero.
-Tu lechita saltó salpicándome la mano. Pensé que te ibas a desmayar del placer que estabas sintiendo. No gemiste, ni dijiste nada. Pero no podías dejar de jadear. Con tus manos te aferraste a mis rodillas, y abriste la boca, suspirando y agitándote descontroladamente.
Tal cómo tío Alberto iba diciendo, también ahora mis manos se aferraban a sus rodillas. Mi toalla se había deslizado hacia el piso, y sus manos, que habían ido bajando, instintivamente buscaban mi abdomen siguiendo el camino de mis pelos que se perdían bajo el pantalón. Como por reflejo, abrí mis piernas, otorgándole la visión de mi bulto elevado.
-¡Pablito! ¡Veo que los recuerdos te han puesto como un potro!
-Tío Alberto, aquella tarde fue muy importante para mí. Cuando me derramé con esos chorritos, no podía creer que también a mí me salía semen. Pensé: ¡ahora soy un hombre como tío Alberto!, y después supe que mi niñez había terminado.
-Lo sé, lo sé. Ninguno de los dos pudo olvidar aquella tarde. Quedó dormida en el tiempo y tuvo que salir hoy, en el mismo lugar y con la misma lluvia.
Alcé los brazos hacia atrás y rodeé su cuello atrayéndolo a mí. Me besó en una mejilla y dejó por un momento su boca allí, respirando entrecortadamente. Sus manos, que lentamente seguían bajando, ahora casi llegaban hasta mi abultada entrepierna. Entonces, movido involuntariamente, ladeé mi cara un poco, y mi boca, como buscando la suya, se juntó con sus labios. Me sorprendí de que tío Alberto no retirara su boca de la mía. Al contrario. Se quedó un momento sintiendo ese cálido contacto, y después movió sus labios para besar los míos. Me incorporé, me di vuelta y lo abracé. Él me recibió gustoso entre sus brazos y me apretó emocionado.
-Sí, tío, el mismo lugar, nuestra casa del árbol, y la misma lluvia. ¡Qué ganas de revivir todo otra vez!
Dije eso y él me tomó la cara con ambas manos, clavando en mí sus dulces ojos verdes, como buscando en los míos a aquel pequeño curioso y ávido de saber. Llevé mis manos a su pecho desnudo y fresco. Instintivamente las palmas se ahuecaron amoldándose a sus pulposos pectorales. Mis dedos, entrelazados en sus pelos, buscaron sus puntiagudos pezones. Los rocé, y los sentí duros. Tío Alberto bajó la vista hacia mis manos.
-Antes me gustaba jugar con tus pezones… y me sigue gustando ahora que soy adulto ¿Creés que está mal eso?
-No, hijo. No sientas culpa por ser tan cariñoso. Es una bendición que sigas siéndolo y que los años que te dieron la adultez no te hayan quitado esa sensibilidad afectiva. Haz con mis pezones lo que quieras, mira qué contentos que se ponen cuando los tocas así.
Me sentí con permiso para apretar aquellos pezones rosados entre mis dedos, presionándolos para sentir su textura otra vez. Los amasé largamente, jugando con ellos, explorándolos. De niño lo hacía casi como si fueran un juguete, ahora, mi interés era extraño y directamente ligado al placer físico. Agarraba sus sinuosos pectorales como mamas para examinar mejor esos círculos erectos que me miraban como ojos. No me importó sentir la vibración de la dura erección dentro de mi breve pantalón. Él seguía sosteniéndome el rostro, mientras sus dedos acariciaban mis mejillas, acercándose a las comisuras de mi boca. Con su boca muy cerca de la mía, me susurró:
-Tú y yo íbamos siempre a nadar a la laguna, pero desde aquella tarde, empezamos a hacerlo desnudos. Nunca sentimos vergüenza de vernos en cueros. Era muy natural jugar entre nosotros en pelotas, tú me tocabas, me abrazabas y yo me dejaba hacer lo que a ti te venía en ganas. Sí, siempre te llamó la atención el vello de mi cuerpo. Me tironeabas de él molestándome, o al despertarme de mi siesta. Cuando yo estaba distraído, aprovechabas para darle algún mordisco a mis tetas, darme palmadas en el culo, o colgarte de mi pene. Eras un pilluelo terrible. Pero entre tú y yo no existió otra cosa que esa unión tan física, tan íntima, y a la vez tan pura, y sin malicia alguna.
-Es verdad, tío. Cómo extrañé esos días. Esa sensación de libertad absoluta… jamás experimenté eso con persona alguna. Nunca.
Por un instante se quedó callado, emocionado y serio. Quiso decirme algo, pero se contuvo. Entonces, tímidamente, pero a la vez con una firme convicción, me dijo:
-Volvamos entonces a esos días – me dijo, y se puso de pié. Me brindó su mano y ayudó a levantarme.
Entonces, desajustó el cordón de su traje de baño, y aflojándolo lo abrió para ir quitándoselo. Me miró con una leve sonrisa al quedar desnudo por completo. Inmediatamente su zona más íntima atrajo mi mirada como un imán. Desde la mata blanca de pelos lacios colgaba, majestuosa, su verga blanda sobre el colchón de las bolas. Venosa, gorda y pesada, reconocí aquel aparato tan querido. El glande, insinuado claramente bajo la membrana del prepucio, remataba ese tronco grueso, y en su punta, los pliegues sobrantes de piel invitaban a descubrirla.
-Hola, viejo amigo – exclamé con un tono respetuoso. Allí estaba, ese miembro que había fascinado mi atención de niño, y que, engalanado con canas ahora, me daba el saludo del reencuentro - Quiero tocarla otra vez, tío ¿puedo?
-Ahora ya sabes qué hacer. No hace falta que te diga nada ¿verdad?
-No. Tuve un dedicado maestro. Espero haber aprendido bien la lección.
-Anda, muéstrame lo que te he enseñado.
Me arrodillé frente a él sin apartar mi vista de aquel aparato ni un solo segundo. Alcé la cabeza para mirar a la cara a tío Alberto, él me guiñó un ojo. Volví a mirar su miembro, y quise observarlo detenidamente antes de tomarlo en mis manos. La verga de mi tío empezó a latir, y con cada pequeña sacudida empezó a levantarse, engrosando de tamaño y poniéndose más rígido poco a poco. Me maravilló ir percibiendo todas las fases de su erección.
-Tío, mirá cómo se te está poniendo…
-Es que tú la estás despertando.
-Yo no estoy haciendo nada.
-Eso es lo que tú crees, hijo.
Pronto la pija de tío Alberto estuvo cabeceándose curvada hacia arriba, levantada y dura ante mis asombrados ojos. Se había descapullado por completo y el glande violáceo brillaba húmedo e hinchado. Cuando creí que había alcanzado su máxima altura, me acerqué un poco más, casi a punto de tocarla con mi boca. Entonces la verga se sacudió un poco más, y en un instante subió y subió hasta colocarse casi en posición vertical, durísima como una piedra.
-Ay, tío, qué erección tan bella.
-Creo que está contenta de verte, sobrino.
Daba gusto sólo contemplarla. Las bolas, alargadas y colgantes, cortejaban el conjunto. Llevé las manos hacia su frondoso pubis, y me hundí entre los níveos pelos, acariciándolos y ensortijándolos como cuando era niño. ¡Qué sensación más placentera! Sin tocar el tronco, que se agitaba en el aire, miré de nuevo a los ojos a mi tío. Me susurró:
-Anda, Pablito, está lista.
Seguramente pensó que la iba a tomar entre mis manos, pero un impulso me dominó por completo y sin recapacitarlo abrí la boca y me tragué hasta donde pude ese mástil enorme. Tío Alberto lanzó un gemido profundo y asombrado se arqueó del placer:
-¡Ah, Pablo… pero… no, espera!, ¿qué haces, hijo?
Pero yo no podía contestarle. Tenía la boca ocupada con su verga grande y gruesa. Y por cierto estaba sabrosa. Era la primera vez que hacía eso. Lo había hecho sin pensar, sin ser dueño de mis acciones. Mi tío intentó zafarse de mi boca, pero no pudo. Y, vencido por lo que empezaba a sentir, fue quedándose sin fuerzas para impedirme nada. Me tomó de la nuca, y me jaló dulcemente hacia él. A duras penas podía sostenerse en pié. Succioné su sexo duro por largos minutos. Mi lengua no dejó nada sin explorar. Luego bajé un poco y engullí sus pesados testículos. Era raro y delicioso a la vez, sentir su piel blanda dentro de mi cavidad bucal, mientras sus pelos se restregaban entre mis labios. Su verga se estremecía dentro de mí, y yo estaba plenamente a gusto con ese carajo querido en mi boca.
-Ah, sobrino… yo no te he enseñado esto… ¡pero lo haces muy bien…!
-¿Te gusta?
-Sí, hijo… ¿pero te gusta a ti?
No contesté, pero le demostré que sí porque puse cada vez más pasión en lo que estaba haciendo.
Entonces saqué el palo de mi boca y comencé a masturbarlo con firmeza.
-Espera, espera, hijo, que vas a hacer que me corra.
-¿No querés?
-No todavía. Ven aquí – dijo, y me alzó por los sobacos.
Me desabrochó el pantalón y me lo abrió, comenzando a bajarlo.
-¿No le vas a mostrar la polla a tu tío?
Entonces, le ayudé a bajarme el pantaloncito y quedé tan desnudo como él. Enseguida, mi pija dura se quedó levantada en el aire.
-Vaya, hijo… cómo se te ha puesto con los años.
Miró mi verga, erecta al máximo, chorreando su cristalino líquido, y la tomó entre sus manos. Me estremecí al contacto, mojándole los dedos con mis fluidos. Del mismo modo tomé su sexo y nos masturbamos mutuamente. Él también había caído de rodillas frente a mí y nos mirábamos las vergas para no perder detalle de nada. Me apoyé con un brazo sobre su hombro y él me tomó de la cintura. Estábamos tan cerca que nuestra agitación se hizo una. El calor de nuestros alientos se confundió aún más cuando nuestras bocas quedaron cerca. Entonces, su mano firme tomó mi nuca, entrelazada en mis cabellos, y nos miramos tiernamente a los ojos. Fue una mirada dulce que enseguida dejó paso a nuestro mutuo deseo. Me atrajo a su boca y la mía se abrió sabiendo próximo el contacto. Fue cauteloso, como probando algo vedado en un rincón del pasado, pero lo hizo finalmente, emocionado, y nuestras bocas se encontraron con dulzura. No pudimos evitarlo. No quisimos evitarlo. Y nos besamos apasionadamente.
Nuestras bocas no se separaron. Pronto sentí como su lengua se aventuraba, tímida, indagatoria, entre mis labios abiertos. La recibí con extrañeza. ¿Era mi tío el que me besaba así? ¿Tío Alberto? Y como cayendo en la cuenta de ello, me estremecía al pensar que ese adorado hombre me hacía el amor. Respondí con toda mi pasión, acariciándola igualmente con mi lengua. Como si de un permiso se hubiera tratado, mi tío me abrazó con más fuerza, dejando que nuestros sexos se chocaran frotándose entre sí y sintiéndose por vez primera. El abrazo fue cerrado y emocionado. Arrodillados y entrelazados, nuestras bocas no cesaron de devorarse. Él siguió besándome en el cuello, aferrándome fuertemente, y yo sentía el contacto abrasivo de su bigote en mi trémula piel. Su lengua bajó por mi cuello y se metió de lleno entre el vello de mi pecho. Mis pezones se erizaron, esperando como locos su turno de ser besados. Y en seguida llegó ese momento. Tío Alberto engulló mis tetillas como un oso sobre dulce miel. Le tomé firmemente la cabeza atrayéndolo hacia mis duros pezones que no dejaba de succionar. Y luego, como presa de una estudiada decisión, se agachó mirando mi erección. Se relamió mirándola como una anhelada presa. Abrió su boca y la atrapó tragándosela de un solo movimiento.
-¡Ah! ¡Tío! ¡Despacio! ¡Despacio, por favor, que me vas a hacer acabar en este mismo momento!
Pero tío Alberto no disminuyó su ímpetu, y tuve que morderme los labios y contenerme mucho para no eyacular en ese instante. Me tomaba de los testículos y se metía y sacaba con fruición mi falo como si se tratara de una golosina. Los ruidos de sus chupadas me volvían loco de deseo. Me abrió los muslos con sus manos, como para adentrarse mejor en su deliciosa tarea.
Nunca me habían dado tanto placer. Jamás el sexo oral había sido tan placentero. Su lengua se deslizaba por cada centímetro de mi verga, hurgando en mi pequeño orificio, el borde de mi glande, los pliegues de mi prepucio, la base de mi tronco vibrante, cada una de mis bolas, y toda la zona circundante. Pronto los pelos de toda mi pelvis estuvieron empapados con su abundante saliva.
Me miró, y se detuvo como para darme un descanso. Yo respiré aliviado. Pero su mano no se quedó quieta y comenzó una suave y firme masturbación, intensificada por la lubricación de su espumarajo. Me tumbé sin fuerzas sobre la manta, y él me ayudó a recostarme más cómodamente. Se acostó junto a mí y nos volvimos a abrazar. Él no dejaba de masturbarme. Mientras me afirmaba por sus hombros, él acercó nuevamente su boca abierta y nos volvimos a besar con mucha pasión.
-Pablo, Pablo – me decía al oído - ¿qué haces de mí?
Evidentemente estaba absorto, asombrado y no pudiendo razonar demasiado sobre lo que estábamos haciendo. Dándole besos pequeños en los labios, le dije:
-¿Estás bien, tío? ¿Querés que nos detengamos?
-No, Pablo. Estoy bien, sólo que nunca me había pasado esto antes.
-Bueno, ya somos dos.
-¿Pero tú no has estado con un hombre antes…?
-No, ¿y vos?
-Yo tengo más años, hijo. Sí, he estado con un hombre antes, debo confesártelo ¿te asombra eso?
-No sé, tío. En realidad estoy asombrado de mí mismo. De todo.
-Sí, entiendo. Sólo sentí algo parecido hace muchos años, cuando era muy joven – dijo ensimismado.
Lo tomé dulcemente entre mis manos, y lo volví a besar. Cada beso era mucho más íntimo, e iba terminando de romper con cualquier resto de inseguridad o inhibición entre nosotros.
Su verga, rigidísima y latiendo hacia arriba, mantenía su vigor y quise probarla otra vez.
-Quiero chuparla otra vez – exclamé mirando fijamente su sexo invitador.
-Sí, hijo. Pero hagámoslo los dos a la vez – me contestó, y ofreciéndome su miembro, se acomodó para tragarse el mío al mismo tiempo.
La sesión oral duró un largo tiempo, interminable. Él se fue entusiasmando más y más, a tal punto de abrirme bien las piernas para avanzar hasta mi ano. ¡Fue increíble sentir su bigote en mi agujero!
-¡Detente, Pablo… harás que me corra…! – bociferó mi tío con mi verga entre los labios.
-¡Entonces, adelante, tío…! – le contesté sin soltar su miembro y acelerando mis chupadas. Yo también estaba a punto de eyacular, pero no podía detenerme.
-¡Ah, sobrino…! ¡Ah… que me corro!
Al escucharlo, lo tomé firmemente de las bolas y me hundí en sus blancos pelos del pubis, enterrando hasta los testículos el portentoso tronco en mi boca. Sin dejar de gemir, tío Alberto se estremeció y con un grito profundo empezó a llenarme la boca con su caliente esperma. La sensación fue extraordinaria. El viscoso líquido chocó violentamente en mi garganta con dos o tres trallazos acompasados, inundándome por completo. Inconscientemente me fui tragando su espeso semen, entre dulce, salado… ¡qué se yo!, no podía creer que lo estaba haciendo, pero me gustaba y me volvía loco de placer. Además, si no hubiese tragado su semen, me habría ahogado en él.
-¡Ahora dame tu leche, cabroncito, dámela toda… deja que tu tío te exprima los cojones y se trague todo hasta la última gota…!
-Tío… ¿estás seguro?
-Sí, Pablito… quiero que me des tu leche en la boca… anda… dámela ya…
Sus palabras tan lascivas me enloquecieron… y casi inmediatamente lancé un aullido largo y delirante a la vez que sentía un orgasmo intenso y exquisito. Derramé toda mi ofrenda en la boca de tío Alberto, tal como lo había hecho él conmigo. Él también tragó todo cuidadosamente y lamió toda la zona limpiando todo resto de esperma con su lengua.
Cuando nos quedamos finalmente quietos, volvimos a escuchar la lluvia. Nuestros penes seguían erectos y firmes, enormes y colorados por tanto e intenso placer. Tío Alberto se acercó acomodándose a mi lado, y me abrazó atrayéndome a sí. Tomé la manta y envolví nuestros cuerpos desnudos con ella.
Sin decir nada, nos quedamos viendo la tormenta por la pequeña ventana de la casita.
La luz fue cediendo y el aguacero fue menguando. Así pasamos la tarde, juntos, sin tener en cuenta el paso del tiempo. Cuando el crepúsculo estuvo cerca, nos vestimos y emprendimos el regreso a la casa.
Don Artemio, que estaba sentado en la galería, al parecer esperándonos, nos vio llegar y nos gritó:
-¿Los ha agarrado la tormenta?
-Más o menos – dijo mi tío – pero pudimos refugiarnos.
-¿En la casita del árbol? – preguntó don Artemio.
-Sí – dije yo, a tiempo que percibía un gesto pícaro que los dos hombres intercambiaban entre sí y un guiño de mi tío dirigido a don Artemio.

***

Durante la cena no hablamos demasiado, pero sí, nos miramos como nunca antes lo habíamos hecho. Los ojos de mi tío estaban radiantes, luminosos y toda su expresión decía más que mil palabras juntas. Nos quedamos, después, sentados en el sofá escuchando uno de los viejos discos de vinilo. Cuando él se retiró a dormir me abrazó desde atrás y sentí nuevamente su calor protector alrededor mío. Ese contacto me sacudió nuevamente. Suspiré pleno de felicidad y le di las buenas noches.
Cuando estuve en mi habitación me miré al espejo mientras me desvestía. Había gozado como nunca en mi vida, y lo había hecho con un hombre. ¡Con mi tío Alberto!
Pero aquellos conflictos internos que había sentido en un principio, parecían no haber estado nunca. Desnudo, de pie ante el espejo, detrás de mí escuché la voz tenue de mi tío entrando al cuarto.
-¡Qué bello eres, hijo!
-¡Tío! ¿No dormís?
-No.
Fui hacia él y lo abracé.
-¿Estás bien?
-Sí. Sólo que… ¿no quieres venir a mi cama? Hace un poco de frío ahora y…
-Y querés que yo te caliente la cama… hum…, lo pensaré… - reí.
-Bueno ¿vienes o no?
-Sí, sí – dije, riendo. Fuimos a su cuarto y me metí desnudo en la cama. Tío Alberto cerró la puerta con llave, se quitó el pijama y vino enseguida a meterse debajo de las cobijas. Nos abrazamos nuevamente y nos dimos calor mutuo. Volví a deleitarme tocándolo por todas partes. Pasaba la mano por sus pelos abundantes, pellizcaba sus pezones, manoseaba sus bolas, su verga pesada… y él se dejaba hacer todo, como siempre lo había hecho.
-¿Qué haces? ¡Estate quieto, Pablito! – decía, fingiendo estar molesto.
-Bueno – dije deteniéndome y siguiéndole el juego.
-Anda, anda… es una forma de decir… sigue, chaval, que tú sabes cuánto me gusta que me acaricies así.
Nuestros miembros subieron a tope enseguida y pronto nuestra temperatura corporal estuvo perfectamente equilibrada. Me besó largamente y yo respondí con mi lengua, abrazándolo fuertemente.
-¡Ah, sobrino, no sabes lo feliz que me haces!
-Yo también soy feliz, tío.
-Qué bueno, Pablo; hay que estar bien plantado en tus cojones para hacer lo que estamos haciendo, y además, sentirte feliz.
-¿Porqué lo dices?
-¿Eres capullo o qué? Pues porque hoy hemos tenido sexo tú y yo. Mira, yo ya tengo mis años, y esto no modifica en absoluto mis convicciones personales, pero a tí… que estás en plena juventud, casado no hace tanto y…
-Tenés razón, sí. Pero, tío… aunque parezca extraño, esto no me afecta en nada. Sí, debo admitir que ayer estaba algo movilizado, pero… yo seguí mis instintos y mi deseo, y además te quiero mucho, de otra manera, creo que jamás me habría pasado lo que me pasó, ni con otra persona, claro está. ¿Y vos?
-¿Yo qué?
-Me habías dicho que en tu juventud habías estado con un hombre.
-Bueno, sí – dijo mi tío, con algo de incomodidad.
-Pero si no querés hablarme de eso, entiendo…
-No es eso, es que la situación en la que se dio aquello, fue…
-¿Eras muy joven?
-Éramos adolescentes.
-¿Cómo fue? ¿Con quién? ¿En dónde?
-Fue aquí, en Los Aromos.
-¿De veras?
-Sí. ¿Pero… en realidad quieres saberlo?
-Claro. Siempre que vos me lo quieras contar…
-Sí, claro… aunque no estoy seguro si deba hacerlo.
-¿Por qué?
-Verás, hace un momento tú decías que para ti haber hecho lo que hicimos hoy en la casita fue algo natural, siguiendo tu deseo y por el cariño grande que me tienes ¿no es así?
-Sí ¿y a vos te pasó lo mismo en tu adolescencia?
-Digamos que sí.
-¿Vos también tuviste un tío Alberto como yo?
-¡No, no…! nada de eso…
-¡Ni me digas que ha sido con el abuelo…!
-¿¡Qué cosas dices, condenado!? ¡Deja al abuelo descansar en paz! ¡Y no te rías así, capullo!
-Perdona, perdona… pero es que no me imagino quien haya…
-¿De veras no te imaginas con quién fue?
Por un momento repasé todo el árbol genealógico de la familia… y cuando agoté todas las posibilidades me vino como una sacudida al pensar en…
-¡No! – dije de pronto al darme cuenta de todo, abriendo los ojos como claraboyas.
-Que sí…
-¡No! ¿Con papá?
Tío Alberto asintió con la cabeza, poniendo una expresión algo cómica y alzando las cejas.
-Nunca lo hubiera imaginado – exclamé perplejo.
-Ya lo sabes ahora ¿Me odias por eso?
-No, tío – le dije abrazándolo más –… en realidad y ahora que lo pienso, es algo totalmente lógico.
-Bueno… no nos parecía lógico a nosotros, por eso lo hacíamos a escondidas.
-¿En la laguna?
-Antes de “nuestra” casita del árbol, hubo una anterior que habíamos hecho tu padre y yo.
-Tío, ya puedo imaginarme lo bien que se la pasaban los dos. Así que tuvieron su propia casita…
-Y nuestra propia historia ¿Y a que no sabes quién venía a “jugar” con nosotros…?
-No tengo idea.
-Él nos enseñó muchas cosas, tenía varios años más que nosotros.
-¿Quién? ¿¡No me digas que tío Hugo…!?
-¡No, no!, ¿Cómo puedes siquiera imaginar que tu tío Hugo…?
-¿Entonces?
-Prométeme no reírte si te lo digo.
Le dije que sí, mientras cruzaba los dedos, pero él mismo ya se estaba sonriendo socarronamente cuando prosiguió:
-¡Don Artemio!
-¿En serio? ¿Don Artemio, el capataz? – pregunté entre carcajadas – ¡no puedo imaginarme a don Artemio en esas lides! ¿Don Artemio? ¡Increíble!
-Sí. Don Artemio era nuestro cómplice, y nuestro protector – dijo, un poco más serio – Él fue muy cariñoso con tu padre y conmigo y cuando era joven… bueno, don Artemio era un muchacho muy atlético y excelente nadador. Tu abuelo le había encargado que nos enseñara a nadar a los dos. Íbamos a nadar con él en la laguna y después…
-Terminaban los tres en pelotas jugando en la casita del árbol ¿no es así?
-Más o menos así, hijo.
-Ah, tío… estos días acá en la estancia, están siendo tan reveladores para mí, en todo sentido.
-Mira las cosas que te estoy contando.
-Y yo te lo agradezco, tío. Me alegro saber todo esto de vos, y me hace saber más cosas sobre papá.
-Ven aquí – me dijo, emocionado.
Tomó entre sus manos mi verga dura y la sobó como si fuera un delicado tesoro. Lo besé en la boca mientras acariciaba su espalda, deslizándome hacia su trasero generoso, apenas podía llegar con mis brazos extendidos. Me froté contra su cuerpo sintiendo su enorme erección y gozando del sensual y electrizante contacto de sus vellos corporales sobre mi piel erizada. Él descorrió las sábanas y descubrió mi sexo enhiesto. Lo tomó por la base y se lo metió ávidamente en la boca. Gemí contorsionándome por el cálido encuentro a tiempo que lo sujetaba por la cabeza. Envolví sus hombros con mis muslos y él me sostuvo desde mis glúteos. Llevé mis manos alrededor de mi ano y lo abrí para que sus dedos pudieran explorarlo mejor. Él los ensalivó y me fue horadando el esfínter dulcemente.
Entonces me giró e hizo que permaneciera boca abajo.
-¡Ah, sobrino… qué hermoso culo que tienes! ¡Si pudieras verte ahora… ese ojete precioso rodeado de pelillos suaves… mira… mira cómo se abre… qué suave es… qué dilatado está…!
Acercó su cara y la hundió entre mis nalgas. Creí desmayar al sentir su denso bigote cepillándome el agujero. Frotó sus labios allí, siempre abriéndome los glúteos con las manos. Me abandoné más y más, sintiendo como todo el borde de mi ano se salía hacia afuera, pidiendo ser complacido. Después del cepillo de su bigote se abrió paso su lengua ardiente. ¡Ah, qué delirio!, no podía dejar de moverme y de gemir. Ahogaba mis gritos en la almohada mientras me apoyaba en mis rodillas abriéndome bien de muslos. Tío Alberto siguió lamiendo, chupando y succionando arrodillado ante mi culo, con su verga balanceándose en alto, mojada y erecta entre sus colgantes huevos. Entonces me abrí las cachas con las manos a más no poder y le dije:
-Soy tuyo, tío… te quiero adentro ahora.
-Ah, Pablito… tu culo me está pidiendo eso… pero ¿estás seguro?
-Sí, quiero que me penetres ahora, tío.
Él se incorporó a horcajadas sobre mí y lubricó bien la punta de su falo con una crema que tenía en la mesa de luz. Luego embadurnó también mi culo y apoyó el duro palo entre los suaves pliegues de mi entrada más íntima. Al sentirlo tan cerca de mí, no dudé en retroceder hasta él para irme ensartando en su instrumento.
-Despacio, Pablo, despacio… tienes que relajarte bien.
-No dejes de avanzar, tío, por favor… ¡Ah! ¡Me duele… esperá… ahora… sí…! Sí, duele un poco… pero qué bien te siento, tío.
-No tienes que hacerlo ahora, hijo… intentaremos más tarde. No tenemos prisa alguna.
-¡No! ¡Te quiero ahora! – dije resueltamente, y me ensarté yo mismo unos centímetros más. Su glande estaba dentro de mí. Esperé un poco mientras retomaba el aire acompasadamente. Mi culo se iba acomodando a todo el grosor de semejante verga. La deseaba tanto que poco a poco su miembro había entrado hasta la mitad. Yo veía las estrellas, pero después de un rato me fui acostumbrando a tan duro visitante. Tío Alberto me llenaba de caricias, besos y esos estímulos me excitaban sobremanera manteniendo mi calentura sobre niveles insospechados. Una de sus manos me masturbaba lentamente y pronto mojé toda su palma con mi líquido preseminal. Entonces, cuando mi interior pidió más, él fue avanzando milímetro a milímetro con su erección desgarradora. Sentía que me partía en dos, y a la vez no podía dejar de desear que estuviera metido en mí hasta el tope de sus propias bolas. ¡Qué contradictoria y deliciosa emoción! Entonces sentí su tenue voz susurrándome al oído:
-¡Ya está, mi vida, acabo de meterte toda mi polla!
-¡Ah, tío…! ¿Está toda adentro?
-Cada centímetro, Pablito.
Lentamente, suavemente, mi tío fue moviéndose delicadamente y con un cuidado tal que me sentí totalmente amado. Sobre mí su pelvis subía y bajaba suavemente. Me besaba la nuca y me decía cosas llenas de morbo o bien de ternura. Oírlo era desarmarme y encaramar mi excitación a una altura de vértigo. Entonces el dolor fue cediendo por completo y experimenté la sensación más inaudita y nueva de toda mi vida sexual. Un placer intenso, incontenible, intangible y arrasador me llenaba por dentro como si estuviera próximo a un orgasmo, pero limitado a la zona anal; eso era lo que sentía. Tío Alberto era un experto amante, y me folló tan magistralmente que estuve a punto de quedar inconciente gracias al placer que me proporcionó su verga.
Después siguió una sección completamente oral. Pero para eso me invitó a permanecer nuevamente en el rol pasivo. Me giró y quedé acostado frente a él, abierto y confiado. Su lengua peregrinó por cada sector de mi cuerpo, desde el cuello hasta los dedos de los pies. Se demoró bastante en mi sexo, que temblaba y se contraía a cada pasada de su lengua. Él lamió mis testículos, los alojó en su boca, siguió por el tronco duro de mi miembro y exploró cada curva de mi glande hasta meterse por el pequeño orificio babeante de precum.
-Ahora tú, chaval – me dijo en tono firme, recostándose sobre sus espaldas y untándose el ano con bastante crema.
-¿Querés que te la meta, tío?
-Sí, Pablo… y que te corras dentro mío… anda… fóllame, sobrino, mira como se me ha puesto el ojete…
Le levanté un poco las piernas y él las apoyó sobre mis hombros. Quedó ante mi vista su enorme y peludo culo abierto. Abrí sus nalgas apartándolas con las manos maravillándome ante su agujero oscuro y accesible. Adelanté mi pelvis y mi verga, como poste, alcanzó pronto el umbral del ano.
-¡Ah… tu polla está tan empalmada… qué bien se siente! ¡Vamos, hijo… entiérrala en mi culo… folla a tu tío, fóllalo sin detenerte!
No me costó trabajo alguno penetrarlo. Mi miembro enseguida desapareció en su interior como succionado por el hueco abierto y lubricado. ¡Ese culo era delicioso!, experimenté entonces un placer indecible. Los pliegues anales de mi tío rodearon mi sexo y lo acariciaron atrapándolo en toda su extensión. Sentía su calor y su suavidad y de inmediato comencé un bombeo vigoroso y sostenido que fuimos afiatando con los movimientos de nuestras caderas.
Me incliné hacia su torso y atrapé por turno sus gordos pezones con mi boca. Esto lo enloqueció. Ambos gemíamos y nos decíamos guarradas. Y todo el ritmo de nuestro acto crecía dirigiéndose hacia el clímax final.
-¿Estás listo, sobrino? – me preguntó jadeante, viendo que yo estaba llegando a mi delirante culminación.
-¡Sí, tío… voy… a… acabar...!
-Sí, sí… así… dámela, dámela otra vez… lléname el culo hasta que desborde…
Estas palabras hicieron que finalmente me descontrolara y en una contracción profunda dejé que mi placer máximo llegara al fin. Mientras estaba descargando mi esperma dentro de él, tomé su grueso y duro miembro y lo agité entre mis manos. En pocos segundos tío Alberto también llegaba al gozo llenándome los dedos de caliente leche y lanzando varios chorros que fueron a dar en su peludo abdomen.
Caí sobre él con todo mi peso. Me sostuvo vigorosamente entre sus brazos haciéndome reposar sobre su generoso y mullido pecho. Acarició mi cabeza y me repitió una y otra vez lo mucho que me quería. Yo ya no podía pronunciar palabra, vencido por la emoción como estaba.
Nuestros días en Los Aromos fueron muy felices. No fueron muchos, lamentablemente. Pronto volvió Sofía, la esposa de tío Alberto, de su breve visita a Buenos Aires y aquella magia entre nosotros quedó en parte disipada. Se acercaban los días en que yo también tenía que partir. Antes de regresar a España, tío Alberto quiso dejar la venta de la estancia perfectamente organizada y asegurada la situación de sus empleados. Entonces todo estuvo listo para la transacción. La despedida de aquellos lugares que poblaban Los Aromos, en donde yo había sido tan feliz, fue muy triste. Y la casa del árbol, que se quedó sola y calma en aquel claro del monte, paradójicamente pareció despedirme a mí.
Pero más dolorosa aún fue la despedida de mi querido tío Alberto. El abrazo que nos dimos fue como una comunión insondable entre nosotros. Me retuvo hasta hacerme perder el aire, y me miró con tanta tristeza que no pude contener las lágrimas. Le dije, llorando como un niño, que lo iría a visitar a España. Él, acariciándome las mejillas, asintió con una débil y amable sonrisa, pero también con un gesto negativo en el movimiento de su cabeza.
Me metí en al automóvil rápidamente, intentando no prolongar más ese dolor. Aceleré y no miré atrás, sabiendo que él se iba a quedar en la tranquera con la mano en alto hasta que mi auto desapareciera de su vista.
En ese momento no supe que esa sería la última vez que vería a tío Alberto. Meses después, Sofía me comunicó de su muerte. Había padecido una enfermedad terminal que jamás me había revelado aquellos días en la estancia. El día que recibí la noticia fue, sin dudas, el más amargo de mi vida. No pasó mucho tiempo en que Sofía me mandó un paquete desde España. En su interior había un libro: era la última novela, edición póstuma, de mi tío Alberto. Temblando, sostuve el libro entre mis manos. Los ojos comenzaron a anegárseme en lágrimas y con la visión nublada apenas pude leer el título: “La casa del árbol”.

Franco, 2008

En la soledad de la habitación de un hotel


La soledad, al llegar la noche, se hace mucho más patente en la anónima habitación del, aunque céntrico, sencillo hotel en el que durante unos días deberás alojarte en la ciudad a la que te han hecho desplazar por motivos profesionales. Durante la larga e intensa primera jornada, has sabido aprovechar bien y al máximo todo el tiempo de que has dispuesto para realizar las primeras gestiones que habías previsto por lo que, aunque satisfecho, te sientes cansado.
Después de un cena rápida, solo y sentado en la barra de una cafetería cercana al hotel, has descartado allí mismo salir a la aventura porque sabes que mañana tendrás que levantarte, como mínimo, una hora antes de la que en casa te levantas los días que vas a trabajar, y no puedes arriesgarte a tener que hacerlo con las consecuencias de no haber dormido lo suficiente o, incluso, de haber ingerido un poco más de alcohol del que desde hace tiempo ya no estás habituado a tomar.
Te has quitado los zapatos, la americana, y te has dejado caer en la cama de la habitación interior que, para evitar los más que probables ruidos propios de aquella céntrica zona de la ciudad, pediste adrede al efectuar la reserva al hotel, y aunque eres consciente de que en la calle la complicidad de la noche te brindaría lo que tu deseo no cesa de susurrar melifluamente a tu fatigado cerebro -encontrar la compañía de otro hombre, quizás también tan solo como tu, en algún que otro bar de copas o, quizás, en una de las saunas cuyas direcciones grabaste en la memoria cuando preparabas el viaje y consultaste en Internet las posibilidades de este tipo que te ofrecía aquella ciudad desconocida para ti. Has acabado priorizando la responsabilidad en tu trabajo y, finalmente, has decidido no arriesgarte.
Estás cansado pero sabes que si te metieras ahora en la cama te sería imposible conciliar el sueño. Respirar el aséptico aroma de las sábanas limpias, común al aroma de todas las sábanas limpias de todos los hoteles, provoca que no puedas evitar que el pensamiento te traslade al aroma de las sábanas limpias del apartamento que sueles alquilar, a medias y por horas, con los amantes que, como tú, no disponen de un sitio propio donde poder citaros, y aunque la ventaja del anonimato que te proporciona ser forastero en esta ciudad no deja de acuciar en tu mente el deseo de buscar compañía para sexo, continúas siendo consciente de que mañana será otro día duro, incluso más, tal vez, que el de hoy, y no quieres echar por la borda lo que hoy tanto te ha costado conseguir.
Así es que, te levantas de la cama y, con una calma algo ceremoniosa, empiezas a desvestirte hasta quedar tan sólo con la camisa completamente desabrochada y los calzoncillo puestos. Te sientas en la pequeña mesa donde has dejado el ordenador portátil; lo enciendes, y comienzas a buscar entre las páginas que la pantalla de éste te va mostrando la anónima compañía visual que necesitas para acompañar lo que ni tan siquiera, por obvio, te has planteado que acabarás haciendo: masturbarte.
Dispones de tiempo suficiente para encontrar, sin prisa alguna, la imagen del tipo de hombre que en aquel momento más te apetecería ver, y notas cómo tu pene, levemente desperezado al quitarte los pantalones, empieza, poco a poco, a removerse, intranquilo, en la prisión de tela de tus calzoncillos.
Con la vista fija en la pantalla y mientras con una mano sigues buscando con el ratón algo mejor de lo que hasta ahora llevas visto, con la otra, como si comprendieras su inquietud, acaricias a través del tejido de los calzoncillos tu cada vez más abultado e inquieto miembro hasta que, por fin, aparece ante tus ojos justo lo que buscabas:
Sí..., eso es... Fíjate qué bien le queda la cara sin  afeitar... ¡Joder, tío; qué pelo tan bien puesto!: Me encantan esta anchas y rectas líneas de pelo que nacen bajo los abdominales.., como la que tiene Pedro,  que se rió de mí cuando, maravillado, le dije la primera vez que lo vi desnudo que aquella frondosa línea de pelo que le cruzaba el centro del abdomen parecía un salto de agua que, al caer, desembocaba en la rebosante laguna de pelo de su pubis... `¿Tú eres poeta, tío?´, me preguntó, como si tuviera ante él a un catedrático de literatura. `A poesía te va a sonar la mamada que voy a hacerte, cacho cabrón´, le contesté, riendo... ¡Menuda tranca gasta, Pedrito!... Igual que tú, guapote, que no te puedes quejar, no... Además, Pedrito no la tiene tan gorda como tú... Anda que si no fueras tan sólo una fotografía y estuvieras a mi alcance, no te ibas tú a enterar de lo que es capaz mi boca cuando tiene hambre... ¡Dios, qué rebueno estás con ese pelo que tienes tan bien repartido por todo el cuerpo! Pero espera, espera, que algo haremos tú y yo...
Te levantas, ya alterado, para liberar a tu polla aún prisionera en los calzoncillos (te sentirías ridículo si ahora la trataras de pene) y observas, complacido, su altiva y potente rigidez, y como si quisieras corroborar con tus propias manos dicho estado, te la agarras con fuerza con una de ellas mientras que, con la vista fijada de nuevo en la pantalla para examinar con más detenimiento todos los rincones del cuerpazo de aquel tiarrón imponente, te excitas notando, hasta donde te alcanzan la lengua y los labios, el contacto de éstos con la viril aspereza de tu cutis rasurado desde hace ya horas, al tiempo que, con la otra mano, te acaricias con suavidad el pecho, pellizcas con el punto justo que sólo tú sabes que tus pezones endurecidos sentirán placer y no dolor, y reafirmas, acariciándotelo con la palma de la mano, la rudeza de tu cutis.
Cómo llega a gustarte, desde la primera vez que en aquel cine besaste la boca a un hombre, sentir en tu piel el áspero y electrizante tacto de un cutis rasurado de hace horas! Te has afeitado de buena mañana, y ahora que el pelo de tu cara empieza a despuntar de nuevo te hace sentir, al acariciártela, lo que tanto te gusta y te gusta ser: hombre.
¡Qué a gusto te sientes sintiéndote hombre cuando abarcas en tu mano la rugosa bolsa de piel que resguarda la ovalada forma de tus testículos y la palpas con energía... Sí, eres un hombre, un hombre con un buen par de huevos que penden bajo tu verga completamente empalmada y que, cada vez más embravecida, vuelves otra vez a agarrar con firmeza en tu mano, que empiezas a notar pringosa a causa de las viscosas gotas que, con la excitación, emanan a través de la ranura que se abre en la punta de tu capullo, el cual observas que ya ha adquirido su encendido color.
Te aprietas la endurecida verga para forzar, así, la salida de una nueva gota, que recoges con sumo cuidado con un dedo, a la vez que cedes a tu otra mano el honor de mantener tu polla tiesa para pajearte tal y como te gusta hacerlo: Abres tus piernas desnudas, te agachas lo suficiente sabiendo, aunque no te veas en ningún espejo, lo excitantemente impúdica que resultará tu postura, y llevas el dedo lubricado hasta el interior de tus nalgas donde, tras masajear con él las paredes del agujero que en el fondo éstas abrigan, hurgas hábilmente en su entrada para introducir con la lentitud requerida la punta de tu dedo lubricado.
¡Qué a gusto vas sintiéndote mientras notas el placer que tú mismo te proporcionas con el dedo dentro de tu ardiente culo mientras friccionas, con acompasada y rítmica suavidad, en su interior... ¡Y cómo llegan a gustarte las peludas piernas de aquel tío de la pantalla!... ¡Qué hermosas son sus huesudas rodillas!...Te recuerdan... Sí, sí; claro que te las recuerdan. No quisieras, pero no puedes evitar que acuda a tu memoria la pétrea dureza de las rodillas de Antonio...
Antonio, Antonio, Antonio... ¡Hostia, Antonio!... `Te juro que nadie como tú me ha vuelto a besar', me dijiste, a través del Messenger, la segunda vez que volvimos a hablarnos después de tantos años sin saber nada el uno del otro... Pues yo nunca he vuelto a besar a nadie, Antonio, con la pasión que te besaba a ti...
Antonio..., Antonio... Antonio, al que aún te parece ver, desnudo junto a tu desnudez, tumbados ambos en la cama y sonriéndote mientras alzaba, despacio, sus brazos para que accedieras al poblado y oscuro vergel de pelo crecido en la concavidad de sus axilas...
¿Cuál de las dos prefieres hoy primero”, te decía, picarón, sabiendo cómo te gustaba hundir tu cara en ellas para besar toda su extensión y sentir el tenue cosquilleo que te proporcionaban los largos pelos allí crecidos mientras aspirabas voluptuosamente toda la masculinidad que exhalaba su piel en aquel rincón de su cuerpo, ofrecido por entero a ti.
Pero ahora es aquel tío de la pantalla a quien ves, y piensas que el tipo no se queda atrás: “¡Menudo bosque bajo los brazos, tío!”, piensas, concentrándote de nuevo en su figura... Desearías... ¡Dios, cómo te gustaría sentir el suave tacto del rizado pelo que cubre sus muslos!
Vuelves a sentirte satisfecho de sentir tu polla firme, dura como una roca. Palpas de nuevo la bolsa que cobija tus huevos, y notas que ya empiezas a estar a punto, por lo que decides, sin más, iniciar con la mano que la tiene fuertemente agarrada el ritmo que nadie como tú sabe de la precisión que requiere para que acabes corriéndote a gusto...
Y miras la erecta, magnífica, gruesa, potente tranca de aquel tío de la pantalla, y la punta redondeada de su sonrosado capullo, que con sumo placer lamerías resiguiéndole su forma y paladeando el sabroso juguillo que la excitación le haría segregar, y te arrodillarías ante él en la posición justa y precisa para que el máximo de la longitud de aquella imponente tranca cupiera dentro de tu boca, y, sin reparar que un hilillo de baba está a punto de caerte de la boca que hace rato tienes entreabierta, observas, encandilado, la elegante y viril prestancia que el tupido vello da a los magníficos pectorales de aquel tío en los que, debido al denso tapiz de oscuro pelo que los recubre, apenas si atisbas la redondez de sus pezones asomándose, y desearías que en aquel momento...
¡Dios! ¡Qué gustazo!!! ¡¡¡Dios!!! ¡¡¡Diossss!!!”, exclamas, para ti, cuando tu polla escupe con ímpetu el primer chorro de leche.
¡Dios! ¡Qué bueno estás, cabrón!”, musitas, también para ti, antes de cerrar con fuerza los ojos cuando, para continuar sintiendo el gusto que después del último fluir de tu leche todavía sientes, vas cesando paulatinamente de ejercer la fuerza y el ritmo de la mano con la que te has masturbado.
Exhausto, abres los ojos. Sacas, deslizante, el dedo del agujero de tu culo y, tras enderezarte de nuevo, te exprimes con delicadeza el pene goteante a fin de hacer salir el poco semen que aún ha quedado en su interior, el cual recoges con los dedos tras reparar que no habías previsto disponer, para cuando acabaras de correrte, de nada con que poderte secar. Dudas en agacharte y utilizar los calzoncillos, que ves tirados en el suelo, pero de momento decides restregarte los untuosos dedos por el primer sitio de tu cuerpo que se te ocurre: por las ingles.
Te sientas de nuevo, enciendes un cigarrillo (de tu tabaco no te has olvidado, no...) y piensas que  tendrás que limpiar el lugar donde ha ido a parar el semen eyaculado, que ya localizaste en el suelo de baldosas porque siempre te ha auto complacido observar la abundancia y la espesa densidad de tu leche, y en aquel momento te viene a la cabeza, mientras sonríes, lo que Luis, a quien le encantaba ver tus copiosas corridas, te decía siempre justo en el momento en que ibas a eyacular: “¡Pasen y vean, señores! Aquí, ante ustedes... ¡La Central Lechera Asturiana!!!” y que, indefectiblemente, aunque ya sabías que te lo diría, hacía que cuando estabas con él te corrieras siempre a carcajadas.
Vuelves a reparar en la imagen del tipo cuya masculina figura te ha acompañado hasta el orgasmo, el cual, a pesar del bajón de tu libido, sigue pareciéndote un hombre sumamente atractivo, y mientras aspiras una fuerte bocanada de humo del cigarrillo que has encendido, cavilas en lo mal que lo vas a pasar en momentos como este si algún día decides -y sabes que algún día tendrás que hacerlo- dejar de fumar.


Albert.
Barcelona, octubre de 2010.