El partidazo de Rugby











New York, alrededor de los años 50


Cooper lo vio al salir del ascensor. Unas cuantas personas, en su mayoría hombres que esperaban chicas, contemplaban desde el vestíbulo las puertas del ascensor. Él se encontraba entre esas personas. Tenía una expresión tan intensa de odio y decisión que Cooper se dio cuenta de que lo había estado esperando. No se dirigió hacia él. El hombre carecía de motivos legítimos para hablar con Cooper. No tenían nada que decirse. Cooper se dio cuenta y se encaminó hacia las puertas de cristal del fondo del vestíbulo, con el impreciso sentimiento de culpa y desconcierto que experimentamos al cruzarnos con algún viejo amigo que parece tener dificultades económicas, estar enfermo o sufrir por cualquier otro motivo. Eran las cinco y algo en el reloj del despacho de la Western Union. Podía tomar el expreso. Había estado lloviendo todo el día, y Cooper notó que la lluvia intensificaba los ruidos de la calle. Una vez afuera, se dirigió a buen paso en dirección este, hacia Madison Avenue. El tráfico estaba paralizado y los cláxones sonaban con impaciencia a lo lejos, en una de las calles transversales de Manhattan. Todo era un mar de gente. Cooper se preguntó qué esperaba conseguir ese hombre viéndolo un instante al salir de la oficina al final de la jornada. Luego se preguntó si lo estaría siguiendo.
Mientras avanzaba, estuvo aguzando el oído estúpidamente durante un minuto, como si pudiera distinguir sus pasos en el universo sonoro de la ciudad al final de un día de lluvia. Cooper se detuvo a ver un escaparate. Se trataba de un sitio  donde se celebraban subastas. En la luna del escaparate, Cooper vio un nítido reflejo de sí mismo y de las multitudes que pasaban, como sombras, a sus espaldas. Luego vio la imagen del hombre: tan cerca que se sobresaltó. Se hallaba a menos de un metro, detrás de él. Podía haberse vuelto y preguntarle qué quería, pero en lugar de hacer un gesto de reconocimiento, huyó bruscamente del reflejo de su rostro contraído y siguió avanzando. Quizá tuviera intención de hacerle daño; quizá pretendiera matarlo.
Veía ya delante de sí la esquina de Madison Avenue, donde las luces eran más brillantes. Pensó que si llegaba hasta allí no le pasaría nada. En la esquina había una panadería con dos puertas; Cooper entró por la que daba a la calle transversal, compró un bollo recubierto de azúcar como muchas de las personas que volvían a su casa en tren después del trabajo, y salió por la puerta de Madison Avenue. Al reanudar la marcha, Cooper lo vio esperándolo junto a un quiosco de prensa.
No era un hombre inteligente, no sería difícil engañarlo. Cooper podría entrar en un taxi por una puerta y, acto seguido, apearse por la otra. Podría pararse a hablar con un policía, o echar a correr, aunque tenía miedo de que echar a correr pudiera desencadenar la violencia que sin duda entraba en los planes del hombre. Cooper se estaba acercando  a una zona de la ciudad que conocía bien y donde el laberinto de pasadizos a nivel de la calle y bajo tierra, los ascensores y los vestíbulos abarrotados facilitaban que una persona se librara de un perseguidor. Era absurdo que alguien fuera a hacerle daño en una calle con tanta gente. El hombre era estúpido, o estaba confundido o quizá se sentía solo: no podía tratarse más que de eso. Cooper era insignificante, y carecía de sentido que alguien lo siguiera desde su oficina hasta la estación. Cooper no estaba al tanto de de ningún secreto importante: los informes que llevaba en su portafolio no tenían conexión alguna ni con la guerra, ni con la paz, ni con el tráfico de drogas, ni con la bomba de hidrógeno, ni con ninguna otra de las intrigas internacionales que Cooper asociaba con perseguidores, hombres con impermeables, y aceras húmedas. Se volteó y miró tantas veces a distintas direcciones como para confirmar que el perseguidor se había ido. Divisó la entrada de un bar, entró apresuradamente y pidió un martini.
Trató de recordar el nombre de su perseguidor – Señor Delt, señor Belt… - y quedó sorprendido al no lograrlo, a pesar de lo orgulloso que se sentía siempre de su poder de retención y del alcance de su memoria, y a pesar de que sólo habían pasado seis meses desde entonces.
El departamento de personal se lo había enviado una tarde: Cooper buscaba un asistente. Se encontró con un hombre moreno de unos treinta y tantos años, delgado y tímido. Llevaba un traje muy modesto, su rostro era común, pero era alto, de físico muy proporcionado, y su aspecto viril y atractivo infundían en él cierta seguridad en su personalidad; y Cooper se mostró dispuesto a hacerle una prueba. Después de trabajar con él unos cuantos días, le dijo que había pasado ocho meses en un hospital y que debido a ello le había sido muy difícil encontrar trabajo, y quería darle las gracias por haberle proporcionado esa oportunidad. Tenía el cabello oscuro y los ojos también oscuros, y le dejaba siempre una agradable sensación de oscuridad. Al ir conociéndolo mejor, Cooper llegó a la conclusión de que era extremadamente sensible y de que, en consecuencia, se sentía muy solo. En una ocasión, cuando él le hablaba de la idea que se hacía de la vida de Cooper – muchas amistades, dinero, y una familia numerosa y estrechamente unida - , le pareció reconocer un peculiar sentimiento de privación. Aquel hombre daba la impresión de imaginarse las vidas del resto de los mortales como mucho más extraordinarias de lo que realmente eran.
Había demostrado ser competente, puntual y buen mecanógrafo, y Cooper sólo encontró una objeción que hacerle: su caligrafía. Le resultaba imposible asociar la fealdad de su letra con su apariencia personal. Su caligrafía le produjo la sensación de que había sido víctima de algún conflicto interior emocional que rompía – con su violencia – la continuidad de las líneas que era capaz de escribir sobre una hoja de papel. Cuando llevaba tres semanas trabajando para él, no más, un día se quedaron hasta tarde, y él se ofreció a invitarlo a una copa cuando terminaran el trabajo.
-Si realmente quiere tomar una copa – dijo él - , tengo un poco de whisky en mi apartamento.
Cooper aceptó ir sin pensarlo demasiado. El hombre vivía en una habitación que a Cooper le pareció semejante a un armario. Había maletas y cajas apiladas en un rincón, y aunque en el cuarto apenas parecía haber sitio suficiente para la cama y algunas sillas junto a una mesa, aún había un piano vertical contra una pared, con un libro de sonatas de Beethoven en el atril. Él le ofreció una copa y empezó a quitarse la chaqueta del traje. Luego se desajustó la corbata y abrió los botones superiores de su camisa. La luz dio de lleno en el comienzo de su pecho apenas tapizado de algunos pelos negros. Cooper lo había instado a que se pudiera más cómodo, sin saber premeditadamente, o al menos, conscientemente, para qué. Cuando el hombre empezó a acercársele, Cooper se inquietó:
-Perdón, pero tengo que ir al baño – dijo. El hombre le señaló la única puerta de la habitación después de la de entrada, con un gesto intencional. Cuando Cooper regresó a la habitación, el hombre estaba completamente desnudo. Sostenía el vaso de whisky en su mano izquierda, mientras que con la otra se acariciaba el pecho. Cooper quedó azorado y perplejo. No atinó a moverse. El hombre se sentó en el borde de la cama con las piernas lo suficientemente abiertas como para hacer gala de sus atributos más íntimos. Ciertamente su falo era portentoso y la entrega de su postura corporal era algo rayano en lo vulgar. No obstante, la atracción era intensa. Los puntos oscuros de su anatomía, marcados por las zonas donde el vello la manchaba con total desfachatez, eran para Cooper como imanes contra los que su vista no podía luchar. Una vez más fue presa de esa abyecta y atractiva oscuridad, donde axilas, tetillas, brazos, abdomen y pubis, eran los dirigentes prometedores de su dubitativa voluntad.
Ahora el hombre estaba en plena erección. Su miembro había crecido duplicando grosor y longitud. El violáceo glande asomaba desafiante y descubierto. Cooper podía intuir el latido de las azulinas venas que recorrían el tronco del duro pene. El hombre no decía nada. Callaba y tomaba su copa, dando todo por entendido. Cooper se excitó, y en vano quiso apartar de su mente lo que las oleadas internas intentaban decirle desde su propio cuerpo. Miró la puerta de salida y supo que no podía afrontar todo eso. Dando algunos traspiés, tomó su gabardina y su sombrero, y sin decir nada, salió rápidamente de la habitación.
Al día siguiente en su oficina, Cooper revisaba en sus manos –como quien busca algo clarificador para sus pobres decisiones –un expediente garabateado con la torpe letra de su empleado. Tal vez ese punto fue el que lo decidió finalmente. Cooper optó por lo que consideró la única solución razonable. Cuando el hombre salió a almorzar, telefoneó al departamento de personal y les dijo que lo despidieran. Pocos días después, el hombre intentó verlo. Cooper le dijo a la recepcionista que no lo dejara pasar. Y ya no había vuelto a saber nada de él hasta aquella tarde.

Cooper se bebió el segundo martini y vio por el reloj de pared que había perdido el expreso. Tomaría el tren de cercanías de las cinco cuarenta y ocho. Cuando salió del bar aún había luz en el cielo y seguía lloviendo. Una o dos veces, camino de la estación, miró por encima del hombro, pero parecía estar a salvo. De todos modos, seguía sin recuperarse por completo, tuvo que reconocérselo a sí mismo, porque había dejado el bollo recubierto de azúcar en el bar, y él no era una persona que olvidara las cosas habitualmente. Aquel descuido lo apenó.
Compró un periódico. El tren de las cercanías estaba lleno sólo a medias cuando subió a él; encontró un asiento del lado del río, y se quitó el impermeable. Miró a su alrededor en el vagón en busca de vecinos. A pocos asientos estaba la señora Lawton y en el asiento de adelante, frente a él, estaba el señor Bruce. Ni una ni otro eran de su agrado. La señora Lawton, seguramente, estaría ya al tanto de la última discusión de Cooper con su esposa Myriam. Él estaba seguro de ello por cómo lo había saludado: un gesto corto y una sonrisa forzada. Cooper no podía explicarse como Myriam confiaba todas sus penas a esa bruja insignificante. ¡Y Bruce!, el padre del mejor amigo de su hijo, con esa sonrisa hipócrita, con ese aire tan especial por el cual Cooper se sentía siempre intimidado. El señor Bruce tenía la capacidad de hacer sentir a Cooper como un fracasado, un don nadie, y más aún, Cooper ya no soportaba el hecho de que su propio hijo pasara cada vez más tiempo en la descuidada casa de los Bruce.
Cooper fue ganado por estas y otras sensaciones de disgusto. Era inevitable, y es que últimamente, esas cosas volvían a su cabeza una y otra vez siempre que regresaba a su hogar, a su cotidiana e inexorable impresión de vacío. Pero, como otras veces, intentó concentrarse en la lectura de su periódico, y como ocultándose en él, lo desplegó ante su rostro.
-Señor Cooper – dijo alguien. Levantó la vista: era él. Estaba de pie, con una mano en el respaldo del asiento para que el balanceo del vagón no lo hiciera perder el equilibrio. En aquel momento se acordó de su nombre.
-¿Qué tal, señor Belt?
-¿Le importa que me siente aquí?
-Supongo que no.
-Gracias, es usted muy amable. Siento molestarlo de esta manera. No quisiera…
Cooper se había asustado al alzar los ojos y verlo, pero su voz tímida lo tranquilizó en seguida. Movió sus posaderas – ese inútil gesto reflejo de hospitalidad –, y el hombre se sentó y suspiró a continuación. Cooper percibió el olor de su ropa húmeda. Llevaba un informe sombrero negro, el abrigo era de tela fina aunque algo gastado, según pudo advertir, y el hombre llevaba, además, guantes y un portafolio mediano.
-¿Vive usted ahora en este distrito, señor Belt?
-No.
-Oh, ya veo…
-He estado muy enfermo – dijo él –. Esta es la primera vez que me levanto de la cama después de dos semanas. He estado terriblemente enfermo.
-Siento que haya estado usted enfermo, señor Belt – dijo con voz lo suficientemente alta como para que el señor Bruce y la señora Lawton lo oyeran –. ¿Dónde trabaja usted ahora?
-¿Cómo?
-¿Dónde trabaja usted ahora?
-No me haga reír – dijo él con voz suave.
-No lo entiendo.
-Usted envenenó mi vida.
Cooper enderezó el cuello y alzó los hombros. Aquellos forzados movimientos expresaban un breve – e imposible – anhelo de encontrarse en otro sitio. El señor Belt quería causarle dificultades. Respiró hondo. Contempló con profundo sentimiento el vagón medio vacío y mal iluminado para confirmar su sentido de la realidad, de un mundo en el que no había demasiados problemas insolubles después de todo. Era consciente de la trabajosa respiración del señor Belt y del olor de su abrigo empapado por la lluvia. El tren se detuvo. Una monja y un hombre vestido con un mono se apearon. Al reanudarse la marcha, Cooper se puso el sombrero y extendió el brazo para tomar su impermeable.
-¿Adónde va usted? – preguntó él.
-Al vagón de al lado.
-¡Oh, no! – le dijo - ¡No, no, no, no! – Acercó su oscuro rostro tanto a su oído, que él podía sentir su cálido aliento en su mejilla –. No lo haga – susurró –. No intente escapar.
Luego abrió el portafolio e introdujo la mano buscando algo:
-Tengo una pistola y tendré que matarlo… y no quiero hacerlo. Lo único que quiero es hablar con usted. No se mueva o lo mataré. ¡No lo haga! ¡No lo haga!
Cooper se recostó bruscamente en el asiento. Aunque hubiese querido levantarse y gritar pidiendo auxilio, no hubiera sido capaz de hacerlo. La lengua se le había hinchado, alcanzado el doble de su tamaño normal, y cuando trató de moverla, se le quedó horriblemente pegada al paladar. Las piernas se negaron a sostenerlo. Todo lo que se le ocurría hacer era esperar a que su corazón dejara de latir histéricamente, para poder juzgar la gravedad del peligro que corría. El señor Belt estaba sentado un poco de lado, y en el portafolio llevaba la pistola, apuntándolo al vientre.
-Ahora ya me entiende usted, ¿no es cierto? – dijo Belt –. Se da cuenta de que hablo en serio, ¿verdad? – Cooper trató de decir algo, pero tampoco esta vez pudo hacerlo. Asintió con la cabeza –. De manera que nos estaremos quietos durante un rato – añadió -Me he puesto tan nervioso que se me han mezclado las ideas. Nos quedaremos tranquilos un ratito, hasta que las ponga de nuevo en orden.
Alguien vendría en su ayuda, pensó Cooper. Era tan sólo cuestión de minutos. Alguien, al fijarse en la expresión de su rostro o en la peculiar postura del señor Belt, se detendría e intervendría, y todo habría terminado. Lo único que tenía que hacer era esperar a que alguien se diera cuenta de la situación en que se encontraba. Por una cortina, y mientras las contemplaba, una línea de luz naranja en el horizonte adquirió un brillo repentino. El brillo se fue extendiendo – Cooper lo veía moverse sobre las olas – Hasta barrer las orillas del río con una débil lumbre. Luego la luz se extinguió. La ayuda llegaría enseguida, pensó. Llegaría antes de que se detuvieran de nuevo; pero el tren se paró, algunas personas subieron y otras bajaron, y Cooper continuó en la misma situación, a merced del hombre sentado a su lado. Luego la saliva le volvió a la boca, y pudo hablar de nuevo:
-¿Señor Belt?
-Dígame.
-¿Qué es lo que quiere?
-Quiero hablar con usted.
-Vaya a mi despacho.
-Oh, no. Fui allí todos los días durante dos semanas.
-Pida una cita.
-No. Creo que podemos hablar aquí. Le escribí una carta, pero he estado demasiado enfermo para salir a la calle y echarla. Le exponía en ella todas mis ideas. Me gusta viajar. Me gustan los trenes. Uno de mis problemas ha sido siempre la falta de dinero para viajar. Supongo que ve usted este paisaje todas las noches y ya no se fija en él, pero es bonito para alguien que se ha pasado mucho tiempo en la cama. Ya sé que piensa usted. Cree que estoy loco, y es cierto que he estado muy enfermo, pero voy a mejorar. Hablar con usted hará que me sienta mejor. Estuve en el hospital mucho tiempo antes de trabajar con usted, pero allí, sólo querían quitarme la dignidad. Estoy sin trabajo desde hace tres meses. Incluso aunque tuviera que matarlo, no podrían hacer nada conmigo excepto mandarme otra vez al hospital, así que ya puede ver que no tengo miedo. Pero vamos a seguir sentados un poquito más. Tengo que estar muy tranquilo.
El tren continuó su progreso renqueante por la orilla del río, y Cooper trató de encontrar fuerzas para preparar algún plan de escape, pero la directa amenaza contra su vida lo hacía más difícil, y en lugar de planear sensatamente, repasó las muchas maneras en que podría haberla evitado en un principio. Tan pronto como sintió esos remordimientos se dio cuenta de su inutilidad. Era como arrepentirse de no haber sospechado nada cuando él mencionó por primera vez sus meses en el hospital. Era como arrepentirse de su incapacidad para valorar adecuadamente su timidez, su desconfianza, su atractiva oscuridad, y su caligrafía que parecía algo así como las huellas de una zarpa. No había manera de rectificar sus equivocaciones, y Cooper sintió – quizás por vez primera en su vida de adulto – toda la fuerza del arrepentimiento.
-Quiero que lea mi carta antes de que lleguemos a Shady Hill. Está sobre el asiento. Tómela. Haga el favor de leerla.
Cooper tomó la carta del asiento donde él la había dejado. El contacto con el papel de mala calidad le resultó desagradable y le produjo una sensación de suciedad. La hoja estaba doblada dos veces. “Querido amigo – había escrito el señor Belt con aquella letra suya tan absurda y delirante –, dicen que el amor humano lleva al divino, pero ¿es cierto eso? Sueño contigo todas las noches. Mis deseos son intensísimos. Siempre he tenido el don de los sueños. Cuando estaba en el hospital decían que querían curarme, pero sólo deseaban quitarme la dignidad. Sólo querían que soñara con tener un oficio decente que me permitiera tener un buen trabajo, que soñara con que algún día tendría una esposa rubiecita, linda y virtuosa, y viviría en una preciosa casa en los suburbios, con una cerca blanca y dos árboles en la entrada, pero yo no me dejé arrebatar el verdadero don de los sueños. Soy clarividente. Sé cuando van a ocurrir las cosas. Nunca he tenido un verdadero amigo en toda mi vida…”
No siguió leyendo. El tren se había detenido en un andén conocido. El señor Belt se acercó de nuevo al rostro de Cooper y le susurró al oído:
-Sé lo que está pensando. Lo leo en su cara. Cree que podrá librarse de mí en Shady Hill, ¿no es cierto? Pero hace semanas que lo vengo planeando. No tenía otra cosa en que pensar. No le haré daño si me deja hablar. He estado pensando en demonios. Me refiero a que si hay demonios en el mundo, personas que representan el mal, ¿es obligación nuestra exterminarlos? Sé que usted se aprovecha siempre de la gente débil. Lo veo con claridad. Sí, a veces pienso que debería matarlo.  A veces creo que es usted el único obstáculo entre mi felicidad y yo. A veces…
Tocó a Cooper con la pistola, y continuó:
-Lo único que he deseado en la vida ha sido un poco de amor – prosiguió, disminuyendo la presión de la pistola.
Un guarda asomó la cabeza por la puerta y anunció:
-La próxima, Shady Hill.
-Ahora – dijo Belt –, va usted a salir delante de mí.
Cooper vio como la señora Lawton y el señor Bruce se preparaban para apearse. Ambos se dirigieron a la salida y Cooper se reunió con ellos, pero no le dirigieron la palabra ni parecieron fijarse en el hombre a su espalda. El guarda abrió la puerta, y, en la plataforma del vagón vecino, Cooper vio a unos cuantos vecinos más que habían perdido el expreso y que esperaban paciente y cansadamente bajo la luz mortecina, a que terminara el viaje. Alzó la cabeza para ver a través de la puerta abierta la mansión vacía, situada en las afueras del pueblo, con el cartel PROHIBIDA LA ENTRADA clavado en el tronco de un árbol, y a continuación los depósitos de petróleo. Luego vio la primera de las farolas del andén donde paraban los trenes con dirección norte, el cartel de SHADY HILL, en negro y oro, y la pequeña parcela de césped y el cantero de flores mantenidas por la Asociación para las Mejoras Urbanísticas, y después, la parada de taxis y un extremo de la vieja estación en desuso. Llovía de nuevo, y con mucha fuerza.
Bajó del tren con Belt a su espalda. Una docena de coches esperaban junto a la estación con el motor en marcha. Unas pocas personas se apearon de cada uno de los otros vagones; Cooper reconoció a la mayoría, pero ninguno se ofreció a llevarlo a casa. Corrían bajo la lluvia e intentaban protegerse bajo el alero de la estación, desde donde oirían los cláxones de los coches que los reclamaban. Era la hora de irse a casa, la hora de tomarse una copa, la hora del amor, la hora de la cena, y Cooper veía las luces de las colinas y sintió la familiaridad de todo eso, aunque nunca había reparado especialmente en ello.
-No había estado nunca aquí – comentó el señor Belt –. Me lo imaginaba de otra forma. Nunca se me ocurrió que el pueblo donde vive usted tuviera este aspecto tan mezquino. Salgamos a la luz.
A Cooper le dolían las piernas. Había quedado sin fuerzas.
-Vamos – dijo Belt.
Salieron hacia al norte de la estación, rumbo a las afueras del caserío. Después de haber pasado varias calles,  lejos de cualquier mirada que pudiera haberle dado a Cooper alguna esperanza de salvataje, Belt ordenó:
-Deténgase – y miró a Cooper fijamente –. Dé la vuelta. Cielos, tendría que compadecerme de usted. Hay que ver qué cara se le ha puesto. Pero no sabe lo que yo he tenido que pasar. Me da miedo salir durante el día. Tengo Miedo de que el cielo azul se me caiga encima. Me asusta cualquier cosa. Sólo me siento otra vez yo mismo cuando empieza a oscurecer. Como ahora.
Cooper miró a su alrededor. Estaban frente a la mansión vacía.
-Aún tengo sueños buenos. Sueño con viajes, con el cielo, y con la hermandad entre los hombres, y con castillos a la luz de la luna, y con palabras tiernas que me dirá alguien; y después de todo, se del amor más que usted. Entre, por favor.
-¿Aquí?
-Sí, es aquí. Es tal como lo vi en sueños.
Belt hizo un gesto y Cooper obedeció, caminando hacia el interior de la mansión. Cruzaron la valla, dejaron atrás el letrero que prohibía la entrada, y ambos franquearon el umbral de la antigua residencia. La gran sala estaba llena de escombros, basura y hojarasca. Subieron la escalera, aún sólida, y Belt decidió que entrarían a uno de los antiguos dormitorios. No era tan notoria allí la decadencia de la casa. La luz de un farol de la calle se colaba por la ventana sin vidrios.
-Aquí estaremos al reparo de la lluvia – dijo el señor Belt.
Cooper temió lo peor. Ahora lo sentía con una intensidad paralizante.
-Desnúdese, señor Cooper – dijo Belt.
Cooper tragó en seco, dejó su portafolio en el piso, y comenzó a quitarse el impermeable.
-¿Ve usted? Si hace lo que le digo, no le haré daño, porque en realidad no quiero hacerle daño, quiero ayudarlo, pero a veces, cuando le veo la cara, me parece que no puedo ayudarlo. A veces me parece que aunque fuera bueno y cariñoso y tuviese buena salud, y aunque fuese mucho más joven y hermoso, y me presentara para mostrarle el buen camino, usted tampoco me haría caso. Soy mejor que usted, claro que lo soy, y no debería perder el tiempo ni echar a perder mi vida de esta manera. 
Cooper se había quitado la ropa por completo. Se quedó de pié atravesado por la poca luz que entraba a la habitación. No sabía si temblaba de miedo, o de frío por haberse mojado con la lluvia.
-Nunca lo había visto desnudo antes, señor Cooper. Vaya que tiene un cuerpo admirable. Aunque lo hacía más corpulento. A veces imaginamos cosas que no son como la realidad.
Belt observó el sexo de Cooper.
-No trate de taparse con las manos. Déjeme verlo en su totalidad – indicó Belt con la pistola, a lo que Cooper respondió levantando las manos un poco.
-No. No es tan grande como pensaba. Tal vez necesite algún estímulo ¿no es cierto?
-¿Qué quiere, señor Belt? ¿Hasta dónde piensa humillarme?
-¿Humillarlo?, caramba, señor Cooper, podría matarlo en este mismo momento ¿y usted piensa en humillaciones? No sea ridículo. Súbase a esa silla.
Cooper obedeció, quedando de pié encima de una polvorienta silla a la que le faltaba el respaldo. Belt caminó alrededor de él en un círculo abierto, observando cada accidente de su cuerpo. El blanco cuerpo de Cooper era el centro de una exhibición cruda en la que se sintió vejado e indefenso. Al dar la vuelta completa, Belt se detuvo nuevamente a pocos centímetros del sexo flácido de Cooper. Colgaba aterido y tembloroso emergiendo de un suave vellón castaño que cubría su pubis generosamente.
-Vamos… ¿por qué tanto miedo? – dijo Belt tomando los testículos fríos entre sus manos. Los palpó suavemente, como se acaricia la piel de un niño. Belt miraba los genitales de su ex jefe y jugaba con ellos con candor protector.
-Desde hace bastante, pienso que usted, a fin de cuentas, es un hombre muy temeroso– continuó diciéndole mientras no dejaba de apuntarle con la pistola. Subió el arma hasta rozarla contra sus pezones y dijo en un susurro:
-Tendría que dejar de temer tanto, señor Cooper – la voz sutil, casi suspirada, lanzó su cálido aliento sobre el pene de Cooper. El señor Belt acercó más su cara y quiso sentir la caricia del vello púbico de Cooper en sus mejillas. Entonces, sus labios avanzaron lentamente, y se apoyaron en la piel del miembro latente.
-Qué bien se siente. Lo imaginaba de otra forma, pero, de todos modos, se siente muy bien. Está tibio, caliente, late… supongo que usted disfruta mucho de su pene, señor Cooper. ¿No va a mostrármelo en todo su esplendor?
Mientras Belt decía esto con el miembro sobre sus labios, se había desabrochado el cinturón y sus pantalones habían caído al piso, junto con su ropa interior.
-¿Qué hace, señor Belt?
-Tengo mi sexo en la mano. ¿Le gustaría verlo? Usted ya lo conoce bien.
Algo tembló en el interior de Cooper. Se estremeció, y esta vez supo que no era por el frío que sentía. Era algo adentro, algo inexplicable. Belt hizo un pequeño movimiento y atrapó el pene de Cooper en su boca. No dejaba de masturbarse, y en medio de entrecortados jadeos, por fin sintió que su lengua notaba cambios en el sexo de Cooper.
-¡Así, así, señor Cooper!, ya ve, era cuestión de entregarse sólo un poco. ¿Se da usted cuenta? Su miembro está empezando a crecer en mi boca.
Cooper, arqueado sobre su cintura, aterrado aún por ver como la punta de la pistola rodeaba una y otra vez sus tetillas enhiestas, sintió, en efecto, como su sexo se enderezaba en una erección arrasadora. Sentía la lengua de Belt estimulando su zona genital, y asombrosamente, experimentaba un placer virgen, que ni en aventuras pasadas siquiera había transitado. 


Belt siguió degustando la zona más íntima de Cooper. Frotó su prepucio, saboreó toda la extensión del tronco hasta bajar hasta la base y los testículos, que amasó largamente. Belt sintió un extraño hambre, creyó que no iba a saciarse más, hasta calculó que la saciedad que perseguía, no iba a conseguirla nunca mientras viviera. Por un momento dejó su presa y se retiró para observarla. La erección de Cooper era impresionante. El falo brillaba humedecido totalmente y apuntaba hacia el techo, balanceándose vibrantemente. Era enorme, estaba arqueado ligeramente hacia arriba y se mantenía rígido y desafiante como un guerrero. Cooper respiraba pesadamente, contemplando como Belt no dejaba de masturbarse.
-Ahora sí que está grande. ¿No es increíble?, debo reconocer que ni en mis sueños la había imaginado así. Debo reconocerlo, señor Cooper – dijo emocionado hasta las lágrimas –, eso es lo extraño, no olvide que yo tengo el don de los sueños.
Belt tomó delicadamente el durísimo pene y lo acarició tan amorosamente que Cooper sintió que podría eyacular en cualquier momento. Casi como respuesta a ese pensamiento, Belt se descargó en contenidos espasmos. Varios chorros de semen impactaron en la gabardina de Cooper, manchando también sus zapatos, sombrero, y parte del traje que había dejado en el piso. Cooper lo miró subyugado, en la cumbre misma de su excitación, mientras sentía que su miembro aún crecía, que se ponía más duro, que con solo rozarlo explotaría en una lluvia de esperma que bañaría el rostro oscuro de Belt.
-Señor Cooper – dijo Belt, agitado por su intenso orgasmo – Ahora me siento mejor.
Cooper seguía esperando su turno en el supremo goce.



-Ahora me siento mejor, sí – continuó diciendo Belt, secándose las lágrimas – Ahora puedo lavarme las manos y olvidarme de usted y de todo esto.
Belt se subió los pantalones y se acomodó las ropas. Después, guardó su pistola, y estiró la mano hacia una de las mejillas de Cooper. La retuvo un solo instante. Miró la fuerte erección de Cooper y movió la cabeza levantando las cejas.
-Porque ¿sabe una cosa? – continuó – todavía hay en mí un poco de ternura y de sensatez que soy capaz de descubrir y usar. Por eso puedo lavarme las manos.
Belt salió tranquilamente. Luego Cooper, desnudo y desconcertado, oyó los pasos de Belt que se alejaban sobre la grava. Después oyó el sonido más claro y más distante que producían sobre el asfalto duro de la calle. Cooper se dejó caer en la silla y no evitó desmoronarse sobre el piso. Sin poder descender de su excitación, tomó su erección entre las manos y se masturbó frenéticamente, lanzando gritos que había contenido sin saber cuanto tiempo. En pocos minutos eyaculó y su descarga saltó salvaje, caliente y abundante.
Aún estaba agitado y recobrando el aliento cuando la soledad más cruel lo sumió en un sabor intensamente vacío. Se sintió el más miserable de los hombres. Después, por su actitud, por su aspecto, se dio cuenta de que el señor Belt se había olvidado de él; que había terminado de hacer lo que se había propuesto, y que, finalmente, estaba a salvo. Entonces se incorporó, recogió todas sus cosas, se vistió y se dirigió hacia su casa.

Franco.
Relato escrito en enero de 2009. 
Recreación libre a partir de un relato de J. Cheever.


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